Eloy Cuesta Rodríguez nació en Noreña a finales del siglo XIX, concretamente el 4 de febrero del año 1896. Era nieto de un tal Dionisio, apodado «El Mosca», de ahí que firmase muchas de sus crónicas con el seudónimo El Mosquitu, aquellas que escribía siendo un jovenzuelo para «La Cruz», revista local, y después las que asiduamente se leían a partir del año 1921, publicadas en «El Progreso de Asturias», revista ilustrada que se hacía en Cuba, en la ciudad de La Habana. Más tarde, por los años sesenta, las remitiría para el «Boletín del Instituto de Estudios Asturianos»; se retransmitieron también por Radio Noreña y fueron apareciendo a lo largo del siglo XX en todos los porfolios festivos del Ecce Homo. Sin embargo, cosa extraña, siendo Eloy propietario de una imprenta y de una librería en esta villa, jamás se preocupó de editar un libro que recogiese algo de su extensa e interesante obra literaria.

De esta manera precisa él mismo definía a ese Mosquitu: «El que pica más que la madre que lo parió».

Era un hombre de memoria privilegiada. Fue archivo viviente de este concejo noreñense y un estudioso y admirador de Ramón Pérez de Ayala. Cuenta José Luis Mata, con motivo de su muerte: «Vivió una juventud casi convulsiva, metido de lleno en borrascas de política local, redactando e imprimiendo volanderas publicaciones del partido, en las que el mejor argumento era la punzada satírica inmisericorde, para la que tenía sobrado ingenio, y naturalmente se convirtió pronto en la eminencia gris del grupo.

»Fue durante su juventud un progresista, impulsivo, temperamental, apasionado y fervorosamente liberal. Con los años, poco a poco y sin prisa, se fue convirtiendo en conservador, en un nostálgico que contaba sus añoranzas, saliendo de su pluma centenares de relatos de personajes del pueblo (algunos conocidos y otros inventados) con los que se iba identificando».

Vuelve de nuevo Mata, en otro apartado, a recordarnos algo de su paso por la radio, por aquella emisora de Noreña, y dice: «Cuando la emisora parroquial empezó a ser escuchada con interés por ser algo más que la modosa expansión de sacristía con que salió a las ondas -un diablo local sobrado de malicia e inteligencia escribió de ella que después de Trento no había ocurrido en la cristiandad cosa alguna más reaccionaria- él estaba ante el micrófono en triple pelea con la actualidad de Noreña, con la novedad del medio y hasta con su laringe, que no producía una voz con medianas virtudes radiofónicas. ¿Supo sacar Eloy ingenioso partido a esa deficiencia o fue una coincidencia feliz? El personaje de ánima popular que se había inventado para ser vocero de aspiraciones y contratiempos del común tenía un bautismo que resultó previsor: El Floxín. Con este nombre, la voz estragada, impostada afanosamente sobre un estertor de fuelle fatigado, pudo ser aceptada sin reparos por los radioyentes como una peculiaridad inseparable de la avisada criatura».

Eloy Cuesta, «El Mosquitu» de Noreña, con su imaginación y su pluma presentaba así, en aquel ayer, a otro tipo excepcional de su pueblo, a Miollín, el poeta, posiblemente gran desconocido ahora o ya olvidado.

Con frecuencia se tropieza en el suelo asturiano con hombres de ingeniosas ocurrencias que hacen reír al más serio y pensar al más inteligente. Pues, casi siempre, el más tonto -aunque dicho por mí pueden tomarlo a broma- deja en confusión al más listo con sus inusitadas preguntas. Y es que muchas veces no llegamos a comprender las simplezas de los inocentes o tontos, pues ya decía el glorioso maestro de «Los episodios nacionales» en una de sus inmortales obras: «Los tontos más tontos, y los niños más niños, nunca hacen sus simplezas sin alguna razón».

Así, había hace tiempo en nuestro querido pueblín de Noreña, un hombre que era calificado de tonto o loco de remate pues, sin apenas saber leer y escribir, tenía la manía de sentenciar en versos todas las cosas que merecían comentario.

De su figura sólo diré que no era gallarda, pues inclinaba la espalda en actitud ceremoniosa para andar, porque le faltaba la fuerza en la pierna izquierda; más bien hacía contraste con su imaginación, que sí era mucha como iremos viendo.

Aparte de su afición por la poesía, tenía un pequeño taller de zapatería en el que oficiaba de maestro y operario, y del que salían muchas veces mezcladas las composturas de una media suela y la forma más o menos bella de una copla.

Lamábanlo Miollín, quizá por haber perdido de casi niño la dentadura y no poder masticar la corteza del pan. Cierto día se le ocurrió al cura párroco que había entonces en el pueblo hacer una fuente en un terreno completamente seco y empezaron con calma las obras, durando algún tiempo los trabajos con gran satisfacción de algunos vecinos, no tardando la sentencia de Miollín en hacerlos cambiar de propósito.

A la salida de la misa de doce de un domingo se encaramó en un pequeño montón de endurecida cal, que había sobrado de una reforma que hicieron en la iglesia, y con el sombrero en una mano y el cayado en la otra, inclinóse hacia la pared y dijo:

«De la fuente del señor cura / (los que vivan lo verán) / del agua no beberán, / pero verán su locura».

Produjo una carcajada general la ocurrencia del «tonto», y el tiempo se encargó de demostrar que no andaba tan falto de conocimiento como algunos suponían.

Por el estilo, había otras muchas producciones verbales que es una verdadera lástima que se hayan borrado de la memoria de los de su época, pues ya hace mucho tiempo que Miollín desapareció de entre los vivos. Pero a falta de ellas, citaremos otras dos de las muchas ocurrencias que tenía.

Como dicta la ley inmutable de los poetas, amaba a las aves con ternura. Criaba gran número de gallinas entre las que destacaba un hermoso gallo, que bautizó con el nombre de «Bartolo», y según el decir de los que calificaba a Miollín de tonto, le hacía cantar cuando se le antojaba.

Efectivamente, cuando algún incrédulo se acercaba a su casa para convencerse del poder que ejercía sobre el gallo, le abría a éste la puerta del corral, esperaba con estudiada intención que se subiera a una pared que había delante de la casa y entonces gritaba Miollín «¡canta, Bartolo!», y el gallo lanzaba un sonoro ¡quiquiriquí!, dejando confuso al que ignoraba que un gallo, al salir de su guarida y con el aleteo que ejerce al subir a cualquier montículo, casi siempre lanza un canto. Como casi todos los mortales, Miollín tenía un íntimo amigo que se llamaba José, el cual el día de su santo olvidó por completo la amistad de Miollín, cosa que contrarió a éste sobremanera. Pero procuró ocultar su disgusto y siguió adelante la amistad sin que José se enterara de la falta cometida al no invitarle al convite. En estas condiciones llegó el día de San Jacinto (nombre de pila del Miollín) y un día antes le dijo su amigo:

-Mañana convidarás ¿eh, chacho?

-Sí, hombre ¿non voy a convidar? Pasa por casa a las once.

Alegre y confiado, al otro día se presentó José en su casa, y al penetrar en el taller donde trabajaba Miollín, lo primero que se echó a la cara fue un cartón que pendía colgado de la pared. Era de un metro de largo por medio de ancho y veíase en él la siguiente cuarteta, que lo ocupaba completamente:

«Pasó el día de San José / y nadie me convidó; / hoy que es día de mi santo, / a nadie convido yo».

Cuentan que el José se quedó tan confuso que no acertó más que a tomar la puerta con no poca velocidad, y que Miollín, sin inmutarse, siguió tranquilamente echando unas medias suelas.

Y trabajando unas veces y haciendo chistes en verso otras, continuó el protagonista hasta que a la encargada de cortar el hilo de la existencia se le ocurrió llamarle a su seno del silencio y de la paz.

A la espera quedan otras confidencias y ocurrencias de Eloy Cuesta Rodríguez, el que fue en tiempos pasados cronista del condado de Noreña.