De haber vivido en este «mundo feliz», casi 1984, de «corrección política extremada» y de desmesurada superstición en materia de salud, don Ramón Cifuentes habría sido considerado poco menos que como un facineroso por las actuales ministras socialistas, tan austeras en materia de tabacos y alcoholes como obsesas en todo lo referido al sexto, al que procuran quitarle todas las cortapisas posibles y aún las imposibles. Pues ya no sólo hay matrimonios contra natura, sino que hasta se apadrina como si llevara camino de ser cosa normal aquello que tanta sorpresa le causaba a Lope de Vega cuando se maravillaba del caso de un hombre que parió en Sevilla. De continuar por el camino de las prohibiciones de cosas tan «reaccionarias» como el alcohol, el tabaco y los toros, sólo quedará el sexo como el único juego permitido de este jardín, y como a río revuelto, ganancia de pescadores, donde pierde terreno el tabaco lo ganará la «hierba», ya que ningún «progre» que se precie ha sido jamás contrario a tales «paraísos artificiales» e incluso se continuará repitiendo lo sano que es un buen «porro» en contraposición con el humo de los cigarros y los cigarrillos y las emanaciones del incienso en las iglesias: pues se llegó a afirmar, y los periódicos lo publicaron hará cosa de un año, que el aire de las iglesias está más contaminado y es más peligroso que el de una discoteque, en la que tan sólo se fumen «porros», calculo. Estamos padeciendo más prohibiciones y más intromisiones en el ámbito privado que durante la dictadura, pero al pueblo soberano no parece preocuparle que le obliguen a ir atado al asiento de su vehículo automóvil por el cinturón, y no le permitan fumar en lugares públicos o beber una copa, o dos, si le apetece. Pero como todo esto se hace por su bien y por su seguridad, el actual «hombre libre» acata encantado. Así están metiéndosela con vaselina y si el Estado da en preocuparse por la salud alegando lo costoso que resultan los enfermos y los viejos a la decaída Seguridad Social, no veo motivos para que tarde en imponerse la eutanasia, por motivos hedonistas, naturalmente: la mejor manera de no padecer dolor (y, de paso, no resultar gravoso a la Seguridad Social) es estar muerto. Y como un país de jubilados es insostenible a la larga, ya me dirán en qué acabará esto: en un futuro más negro que las chimeneas de los hornos crematorios. Ahora bien: alegría, y como dice un amigo (y prestigioso historiador), esperemos que Z siga guiándonos a estas alturas del año que viene, porque de ese modo estaremos inmunizados contra la bomba atómica.

Guillermo Cabrera Infante, pérfido anticastrista, llevó su incorrección política hasta los límites de escribir un libro delicioso titulado «Puro humo»: puro humo de tabaco, claro es. En él incluye una frase de R. L. Stevenson, tomada de «Virginubus puerisque», en la que, por si fuera poco ser anticastrista, leemos esta regla de oro: «Ninguna mujer debería casarse con un hombre que no fume». Y, a renglón seguido, reproduce la aspiración de un marxiata precoz: «En el futuro, todos los hombres podrán fumar puros». Se trataba de una hermosa aspiración social. Pero los sucesores del marxismo «por otros medios» prohíben a todos los hombres fumar puros. O sea, igualan por abajo, propio del marxismo fetén, cuando lo bueno sería que todo el mundo pudiera experimentar la gran riqueza de sensaciones que produce un buen puro.

El tabaco fue uno de los grandes negocios de los españoles establecidos en Cuba y en otros lugares de América (Florida, México, etcétera). Sobre todo, Cuba, cuya capital da nombre a los cigarros supremos, los habanos. El puro es el complemento indispensable de una buena comida y de una sosegada conversación civilizada, además de lo mucho que vale por sí mismo. No se debe leer mientras se fuma un puro. El buen puro sólo acepta el desvío de la atención en las corridas de toros, a las que la magnanimidad de nuestros gobernantes permitirá entrar con el cigarro en la boca. Hasta que prohíban las corridas.

Entre los grandes tabaqueros de Cuba, y en consecuencia, entre los benefactores de la humanidad, figura el asturiano de Ribadesella don Ramón Cifuentes. En Cuba es fácil hacerse tabaquero, y se podía ganar dinero, antes de la revolución, si se era buen tabaquero. El etnógrafo cubano Fernando Ortiz, autor de un libro extenso y enciclopédico, «Contrapunteo cubano del tabaco y del azúcar», explica con razones de variado tipo de por qué la tierra cubana es tan excelsa para la producción de tabaco. «La siembra del tabaco -escribe Ortiz- es operación complicada; se hace primero en semilleros de simientes bien seleccionadas y, al brotar las matas, se trasplantan éstas a la vega, donde han de tener su desarrollo y cosecha. La siembra de la caña no es por simiente, sino por trozos de su tallo. Esto ha hecho que la selección del tabaco indígena haya sido constante, facilitada por la enorme cantidad de semilla que tiene cada planta, y practicada cada año por el veguero, que empíricamente separa de cada cosecha la semilla de las mejores matas para hacer los huevos sembradíos».

El tabaco se siembra cada año y la misma caña ofrece varias cosechas si la tierra es buena y virgen (algo que también ofende a nuestras ministras); en ese caso, puede producir hasta quince cosechas, citando Alejandro de Humboldt, el gran geógrafo, que en un ingenio de Matanzas había el año 1804 cañaverales que producían después de cuarenta y cinco años de haber sido sembrados. Una planta de tales características tiene que ser un buen negocio. Y para tranquilizar a nuestras ministras, recordemos que Fernando Ortiz considera al tabaco, a diferencia de Z, que dijo que el tabaco y el alcohol no son propios de la gente de izquierdas, como marxista, dado que el iniciador de los vegueríos cubanos se llama don Luis Marx. Y téngase en cuenta que Ortiz sabía mucho más que Z.

Ramón Cifuentes fue uno de los numerosos asturianos que comprendieron muy pronto que la planta del tabaco es fuente de riqueza. Él consiguió, además, una obra maestra de categoría superior, el 8-9-8 de Partagás, uno de los mejores puros del mundo. Dejando aparte a los advenedizos, ¿qué escogería usted, lector, si le pusieran delante un 8-9-8 o un número 1 de Montecristo? Difícil elección, y no me estoy refiriendo a tabacos para eruditos, sino a tabaco corriente, porque es el que más corre, mientras le dejen correr.

Cifuentes nació en Ribadesella, como queda dicho, el año 1864. Del puerto de Ribadesella partía con cierta regularidad el famoso bergantín de La Habana, sobre el que es la copla:

Que no te vuelva a ver

porque embarco mañana,

en un barco de vela,

voy a La Habana.

Ramón Cifuentes veía las velas desplegadas del bergantín desde el embarcadero y se decía, mientras regresaba a su casa, en la aldea de Moro: «Ahí tengo que embarcar yo». En el apacible entorno de la parroquia de San Salvador de Moro transcurrieron su infancia y primeros años de la juventud: su padre, Manuel Cifuentes Alea, y su madre, Manuela Llano, eran labradores, y el padre contribuía a la economía familiar como contratista de obras en pequeña escala. Allí, en Moro, habrá aprendido las primeras letras y los primeros números: no mucho más componía el equipaje cultural de los que emigraban. Al fin embarca con 17 años cumplidos, pisando por primera vez suelo cubano en diciembre de 1871. Por aquel entonces, Carlos Manuel de Céspedes había lanzado el «grito de Yira» y la isla ardía en afanes insurgentes: se había desatado una guerra que, aún durando diez años, la llamaban «la guerra chica». Cifuentes, sin pensárselo dos veces, se lanza a la defensa de la patria ingresando en el batallón de Voluntarios de Pinar del Río, en 1874.

En 1882 asciende a teniente de Voluntarios del Batallón de Sumidero, y sin inconveniente de su dedicación a las plantaciones de tabaco, continuó sirviendo en el cuerpo de Voluntarios de La Habana a partir de 1890, que asciende a capitán, llegando a alcanzar el grado de coronel, con mando sobre el segundo batallón de Ligeros de La Habana en 1898. En el otro ámbito en que destacó, empezó como dependiente de un comercio en La Habana antes de entrar en el negocio tabaquero, estableciéndose como almacenista de tabaco en rama en Vuelta Abajo, ni más ni menos.

Su negocio empezó siendo de proporciones modestas, pero estaba trabajando con el mejor tabaco del mundo, por lo que no podía fracasar. Iniciativa y capacidad de trabajo no le faltaban. Era hombre activo, emprendedor y de empuje. Cuando regresa a la patria, no se resigna a convertirse en lo que don Valentín Andrés Álvarez denominaba «jubilado de la emigración», e interviene en política como jefe del partido conservador local y alcalde de Ribadesella de 1914 a 1918. No era el indiano clásico que una vez de regreso se dedicaba a cortar el cupón, sino que procuró «cortar el bacalao» mientras tuvo fuerzas para ello.