La Batalla de Inglaterra, de la que se cumplen 70 años, cambió el desarrollo de la Segunda Guerra Mundial y supuso el triunfo de una épica asentada en el famoso lema de Churchill «Sangre, sudor y lágrimas», vigente en la actualidad con motivo de la crisis económica. Los británicos hablan del «Milagro de la Batalla de Inglaterra».

Cuando el 10 de mayo de 1940 los alemanes lanzaron su ofensiva total en el Oeste, el famoso Plan B del general von Manstein, este tenía dos partes. La primera, -nombre en clave Operación Amarillo-, el ataque sobre Holanda y Bélgica, provocó que los aliados enviasen casi todas sus reservas en ayuda de estos. Fue una jugada maestra del Estado Mayor Alemán.

Para cuando, pocos días después, el 15 de mayo, los alemanes descargaron su golpe principal sobre Francia -Operación Rojo-, a través de las Ardenas en Sedán, resultó que los aliados ya no tenían reservas para taponar la brecha. La acción diversiva - «la muleta del torero» como se la llamó- había tenido éxito. Cuando Winston Churchill, que acababa de ser nombrado Primer Ministro, voló urgentemente a París el 16 de mayo, al preguntar por la «masse de manoeuvre», la respuesta del general Gamelin fue «aucune?». Ninguna. Quedó aturdido.

Lo dicho permitió a los panzerkorps alemanes, barriendo a través de llanuras indefendibles, partir Francia en dos -el «Pasillo de los Acorazados»-, lo que determinó la precipitada retirada del contingente británico -la British Expedicionary Force [BEF]-, 10 divisiones al mando de Lord Gort que lograron salir por patas de Francia -Operación Dynamo- y regresar como pudieron a Inglaterra dejando detrás todo su material pesado.

La caída de Francia se produjo el 22 de junio. En tan sólo seis semanas los alemanes habían conquistado tres naciones, una de ellas con un historial militar impresionante, y derrotado a un ejército aliado de 132 divisiones y cuatro países distintos. La Wehrmacht acababa de hacer saltar la banca en Europa. Enfrente sólo quedaba un jugador. Hitler quería abandonar la mesa, contar sus ganancias y empezar otra partida distinta. El problema era que el otro jugador no le dejaba.

A los británicos, para defender su propia isla, les quedaba lo que habían podido salvar del desastre de Dunkerque, unas pocas divisiones maltrechas apenas armadas con rifles, a las que se sumaban otras dieciséis divisiones, con la mitad de sus efectivos y todavía en formación, además de los Voluntarios de la Defensa Local, la Home Guard.

Con semejante panorama cualquier persona medio normal habría considerado una paz por separado con Alemania, precisamente lo que quería Hitler. Lord Halifax, secretario de Exteriores en el Gabinete, era de esa opinión, «el sentido común, no las bravuconadas, dictarán la política del gobierno británico», decía.

El Primer Ministro pensaba que si pactaban con los nazis acabarían siendo una nación esclava. Veía al nazismo como una fuerza oscura cuya virulenta maldad la convertía en una amenaza incomparable para la civilización. Por ello, aún siendo consciente de los riesgos, consideraba que había que luchar. Dirigiéndose a su Gabinete, el «bulldog» Churchill afirmó: «Si la larga historia de esta isla ha de tocar a su fin, dejemos que así sea sólo cuando cada uno de nosotros esté en el suelo ahogándose en su propia sangre». Le aplaudieron.

Estaba preparado únicamente para escuchar una oferta de paz, no para hacer ninguna, y aún eso, sólo si Hitler, «ese hombre», como lo llamaba él, accedía a renunciar a sus conquistas. Lo dicho, además de provocar un tremendo enfado a Lord Halifax, que amenazó con dimitir, abocó a los contendientes a librar la Batalla de Inglaterra, la cual pudo haber acabado en un desastre total para los británicos, aunque al final la arriesgada apuesta acabara saliéndole bien a Churchill.

Si los alemanes lograban desembarcar un contingente importante de sus propias tropas los británicos no podrían pararlos. Aunque discursos del tipo «defenderemos nuestra isla al precio que sea, combatiremos en las playas, en los aeródromos, en los campos, en las calles y en las colinas; no nos rendiremos jamás» quedaran muy bien. Llegado el caso habría sido una lucha grotesca y desigual que no habría alterado el previsible resultado final.

Para los alemanes la principal dificultad estribaba en que la Flota de Alta Mar británica patrullaba las aguas del Canal de la Mancha y no pensaba dejarles desembarcar, además la Kriegsmarine no podía ni compararse con la Royal Navy. Sin embargo, contaban con la Luftwaffe, la fuerza aérea más moderna, potente y numerosa del mundo. Una organización creada ex novo por los nazis. Solo mencionar su nombre ya daba miedo.

Si la Luftwaffe lograba neutralizar a la RAF, la Real Fuerza Aérea Británica, más concretamente a su Mando de Caza -el Fighter Command-, la Royal Navy se quedaría incómodamente sola intentando impedir el desembarco, sometida además a continuos ataques aéreos por parte de los aviones de la Luftwaffe emplazados en sus nuevas bases en la costa francesa. A ellos se sumaría la Kriegsmarine, con sus barcos y submarinos, además la Royal Navy no podría evitar la llegada de tropas aerotransportadas. Así pues, la clave de la invasión estaba en eliminar a la RAF. Resuelto esto, Gran Bretaña y su Royal Navy estarían prácticamente a los pies de los caballos.

En el Fighter Command, en aquel momento, todo el que sabía volar era bienvenido por lo que una quinta parte de los pilotos eran extranjeros -de la Commonwealth y países invadidos-. La gran variedad de orígenes sociales y educativos de la RAF, inusual en su tiempo, queda ejemplificada por los pilotos procedentes de clubes de vuelo universitarios y por los 14 Escuadrones Auxiliares, formados por reservistas de elevada posición volando a tiempo parcial.

El más famoso de ellos fue el Escuadrón 601, «County of London», fundado en el selecto White´s Club de Londres, también llamado «Escuadrón de los Millonarios» porque todos sus pilotos eran gente adinerada. Algunos de los primeros Me 109E derribados en la Batalla del Canal lo fueron por Hurricanes -Huracanes- de «los Millonarios».

El Fighter Command contaba con unos 600 aviones de caza, repartidos en 48 escuadrones, de los cuales sólo un tercio eran Spitfires, de diseño más avanzado, y el resto Hurricanes.

Por su parte la Luftwaffe, cuyos pilotos, con la moral altísima, se aprestaban a otra victoria por KO, contaba con más de tres mil aviones de combate modernos de todos los tipos, de los que más de mil eran cazas, repartidos en tres flotas aéreas distintas. Las Luftflotten 2ª, 3º y 5º.

A pesar de los denodados esfuerzos de sus integrantes, el Ejército del Aire francés apenas le había durado diez días a la Luftwaffe. La impresión causada en los propios franceses fue que su Ejército del Aire no tenía mucho más que aire. Entre los pilotos de combate de l´Armée de l´Air estaba el capitán Antoine de Saint-Exupéry, célebre escritor e intrépido aviador. En su libro «Pilote de Guerre» - «Flight to Arras» en EEUU- el bueno de Saint-Ex contaría sus experiencias de la Batalla de Francia, y escribiría: «No se puede luchar uno contra tres, un avión contra diez o veinte, un tanque contra cien».

Por su parte la propia RAF también había perdido muchos aparatos en Francia, tantos que, al caer ésta, Dowding, jefe del Mando de Caza, exclamó aliviado «¡al fin solos!». Estaba harto de que los desesperados franceses le reclamasen más y más escuadrones de caza a la RAF, o sea a él, para malgastarlos en una batalla perdida. Dowding los necesitaba para otra cosa. Por todo ello nadie, fuera de Gran Bretaña, daba un duro por los chavalotes, casi todos muy jóvenes, del Fighter Command. El propio presidente Roosevelt pensaba que no aguantarían la presión y colapsarían antes de cinco semanas.

Gran parte del encanto romántico de la Batalla de Inglaterra reside en el hecho de que, sobre el papel, considerando las desastrosas experiencias recientes, así como la relación de fuerzas al principio de la batalla, ésta estaba perdida de antemano. Sin embargo, lo mejor de luchar por una causa perdida es cuando encima, sorpresivamente, se gana. Y eso fue exactamente lo que pasó.

Durante la Batalla de Inglaterra fueron muchos los pilotos de caza de la RAF que se vieron obligados a entablar combate en circunstancias desalentadoramente desfavorables. Como indica la carta del oficial de vuelo Ronald Wight, de fecha 27 de Mayo:

«Bueno, otro día se ha ido, y con él un montón de tipos fantásticos. Hoy los 109 han vuelto a rodearnos, parece que se abalanza sobre nosotros toda la Luftwaffe. Nos superan muchísimo en número. Un 109 me ha cogido desprevenido y me ha hecho un par de agujeros uno de los cuales me ha llenado la oficina de humo, pero el tudesco se ha pasado y ahora está muerto». El comandante del Escuadrón 213, que ya había estado en Francia, siguió batiéndose hasta sucumbir finalmente el 15 de agosto, en el curso de un tumultuoso combate sobre Pórtland en el que los alemanes les doblaban el número.

El leutnant Hans-Otto Lessing de la JG51, escribía el 17 de Agosto: «A menudo los Spitfire hacen bellas exhibiciones acrobáticas. Recientemente tuve que contemplar cómo uno de ellos jugaba con treinta Messerschmitt sin correr siquiera peligro; pero éstos son pocos. Los Hurricane son viejas locomotoras cansadas». Justo la tarde siguiente Hans-Otto fue derribado por un Hurricane.

La RAF, cuyo lema es «Per Ardua ad Astra» -a través de las dificultades hacia las estrellas-, logró finalmente vencer, garantizando con ello la supervivencia de la Gran Bretaña, en las dos batallas aéreas de las que constó la campaña, la del Canal en julio, y la de Inglaterra a partir de agosto. Ésta última centrada no solo en la destrucción de aviones sino también de aeródromos, estaciones de radar y fábricas de aviación. En el proceso «los chicos de los cazas» - «the fighters boys»- como se les conocía, causaron graves pérdidas a la Luftwaffe.

Sus dirigentes, que no estaban acostumbrados a sufrir un castigo tan intenso -en agosto perdían 300 aviones a la semana-, incurrieron en el craso error de centrarse en bombardear Londres en Septiembre - «La Blitz»-, desviándose con ello del objetivo inicial de destruir la RAF. La invasión de la isla -Operación León Marino-, prevista para mediados de septiembre, hubo de ser pospuesta primero y olvidada después.

En definitiva, «en su hora más difícil», como diría Sir Winston Churchill, los británicos no fallaron y podría decirse que, sin perder su idiosincrasia, lograron demostrar más virtudes teutónicas que los propios alemanes. Por eso ganaron.

1. A los ingleses les benefició jugar en casa porque sus pilotos derribados que lograban salvarse -más difíciles de sustituir que los aviones- volvían a combatir al día siguiente, mientras que los alemanes acababan en el campo de prisioneros o en las aguas del canal.

2. Churchill les contó lo que había a los ingleses. No se anduvo por las ramas. Nada más ser nombrado Primer Ministro declaró: «No tengo nada que ofrecer salvo sangre, esfuerzo, sudor y lágrimas». Advirtió además que la guerra sería larga y dura. Tras la evacuación de Dunkerque reconoció que el país había sufrido un «desastre militar colosal», y que las guerras no se ganan con retiradas.

3. Fue capaz de galvanizar a sus conciudadanos con discursos del tipo: «si el Imperio Británico y su Commonwealth duran mil años los hombres aún dirán que éste fue su momento más glorioso». Se pasó en definitiva del inicial estado de confusión a la firme voluntad de resistir. En honor de sus pilotos Churchill dijo "nunca, en la historia de los conflictos humanos, tantos le debieron tanto a tan pocos".

4. Los avances británicos en teledetección les permitieron desarrollar una Red de Defensa Aérea con una cadena de estaciones de radar y un sistema centralizado de gestión de datos, futurista para la época, optimizando con ello el empleo de los limitados recursos aéreos disponibles.

5. En el plano industrial, los británicos fueron además, durante muchos meses cruciales, capaces de construir en sus Shadow Factories, fábricas Sombra, más aviones de caza que los propios alemanes. Asimismo, en la carrera tecnológica que toda guerra implica, lograron desarrollar un caza tan sobresaliente como el Supermarine Spitfire. El Spit, en sus versiones Mk I y Mk II, con sus alas sofisticadas, su motor Rolls-Royce Merlin y sus ocho ametralladoras de 7,70 mm, superaba al «Emil», la versión entonces en servicio del caza alemán Messerschmitt Bf 109. El Me 109E -cruces negras, morro amarillo- con su potente motor Daimler-Benz DB 601, sus dos cañones de 20mm y dos ametralladoras de 7,90mm era un auténtico asesino de cazas. «Achtung! Spitfeuer!» gritaban sus pilotos al ver llegar a los legendarios cazas ingleses. Cuando Hermann Goering jefe de la Luftwaffe, le preguntó a su «experte» Adolf Galland qué necesitaba para ganar, éste pidió un escuadrón de Spitfires. Por su parte el Hawker Hurricane, también era un oponente temible. Muchos pilotos alemanes que se reían de su aspecto de avión remolcador acabaron siendo derribados por uno de ellos.

6. «Los pocos» trabajaban más en equipo. Militares atípicos, se sentían parte de un exclusivo club de vuelo -el de «Cervezas, Mujeres y Spitfires»-, por lo que aún teniendo sus ases -hacían falta cinco derribos- no se llegaba al personalismo de la Luftwaffe. Su arma de caza, la Jagdwaffe, era una fraternidad de cazadores que perseguía crear héroes-guerreros, como muestra la feroz competición entre sus dos mayores experten, los ex miembros de la Legión Cóndor, Adolf Galland y Werner Molders, a ver quien derribaba más aviones aliados.