Gijón, J. C. GEA

«En los momentos históricos de crisis, el arte, si lo es y tiene lugar, es la cura». La oportuna receta -aunque la «crisis» de la que habla vaya mucho más allá de una coyuntura económica- la dejó escrita Amable Arias (Bembibre, 1927-San Sebastián, 1984) y da perfecta idea de la ambición de miras con la que encaró su multiforme labor el pintor y poeta: un auténtico heredero de las vanguardias históricas apenas conocido por el gran público al que el Museo Evaristo Valle reivindica desde mañana con su primera exposición en Asturias.

Lo hace con una delicada muestra del Amable Arias más íntimo: 47 dibujos de pequeño formato pertenecientes a dos de las series que el artista realizó en sus últimos años de vida, «Prismalós» (1981-1982) -que toma su nombre de la marca de lápices acuarelables con los que fue dibujada- y «Maquillajes» (1981), en las que empleó, además de tinta y lápiz, sombra de ojos y «rouge». La muestra se complementa con una serie de breves poemas que ilustran la dedicación de Amable como poeta, que también compatibilizó con la escritura de otros géneros y la investigación en formatos experimentales, como los «ensayos poético-musicales» en grabadora magnetofónica.

Con todo, es sólo un primer contacto. Una llamada de atención sobre la obra de un artista y activista cultural y político (fue fundador del Grupo Gaur, del que formaron parte, entre otros, Oteiza y Chillida), un hombre inquieto y complejo que Juan Manuel Bonet ha descrito como «un pintor oscuro y doliente y caótico y peleón, que supo definir, en soledad, un mundo propio». Y que lo hizo, desde su San Sebastián adoptiva, de un modo autodidacta, insobornablemente independiente y asumiendo como propios los postulados más radicales de la vanguardia histórica: según la estudiosa Carmen Alonso-Pimentel, un «concepto integral» del arte como puerta de entrada a una utopía -ideológicamente definida por sus posiciones de izquierda-, pero también como experimentación, manifestación lúdica y poesía.

Y ello a despecho, y posiblemente a la vez como consecuencia, de una vida corta y marcada por las dificultades: las elegidas -una infancia pobre, un padre brutal, un accidente que lo condenó a las muletas y al dolor de por vida- y las asumidas -la práctica desafiante de una modalidad de arte enfrentada a su mundo y a su tiempo-, entrelazándose en una vida que, sin embargo, resultó muy productiva merced a la pasión creadora y a la imaginación del artista.

También, por descontado, merced a una fe en el arte que queda bien clara en las palabras que siguen a la frase con la que se abren estas líneas: «Fuera pues el realismo de los tontos o el reflejo de la situación que nos muestra sólo la angustia. Como diría Orson Welles, cuando el mundo se hunde el artista tiene que tratar de salvarlo. En mi caso queda claro dónde apunta mi obra: hay que salvar esa ilusión inteligente».