Descartes plantea el caso de alguien que mientras duerme es trasladado a lugares diferentes, y que despierta cada vez en un nuevo escenario, sin conexión con el escenario real en el que ha conciliado el sueño. Comentando esta posibilidad, Roger Caillois deduce que «el sueño bien podría entonces adquirir la permanencia de la realidad y ésta la inverosimilitud, la inestabilidad, el carácter evanescente y calidoscópico de los sueños».

El caso dista mucho de ser una especulación intelectual. Mucho antes de que Descartes la hubiera planteado, un personaje más bien siniestro le buscó utilidad práctica a tan brillante imaginación. Se trata del célebre Hassan Al Sabah, más conocido por «El Viejo de la Montaña», apodo que los templarios difundieron por la cristiandad como sinónimo de una forma de terror. Su historia es conocida. A mediados del siglo XI, coincidieron en los estudios de Nishapur, en Korassam, tres talentos singulares: Hassan Al Sabah, Nizam al-Mulk y Omar Khayyan. Conociendo sus valores, los tres se juramentaron para que quien primero triunfara, ayudara a los otros. Nizam fue el primero: no tardó en ser secretario y luego el visir del sultán Alp Arlan y de su hijo Malek Chah, descendientes directos de Togrul Beg, el fundador de la dinastía de los seldjucidas. Los otros dos le recordaron lo que se habían prometido cuando eran jóvenes: Omar Khayyan solicitó una pensión para retirarse a Nishapur, donde se dedicó al estudio de las matemáticas y del curso de los astros, y a la poesía, llegando, gracias a sus breves «rubaiyat», que cantaban el vino y expresaban el estremecimiento por el paso del tiempo, a ser uno de los grandes poetas del mundo. Hassan Al Sabah, en cambio, pidió un cargo en la corte, pero dejándose llevar de su ambición, cayó en desgracia, habiendo de refugiarse en las montañas del sur del mar Caspio, donde creó una secta de feroces y temibles comedores de «haschisck», por lo que sus miembros eran conocidos por el nombre de «hassassines», de donde deriva la palabra nuestra «asesinos». Para conseguir la fidelidad sin fisuras de aquellos asesinos, Hassan ideó una artimaña que se adelanta en medio milenio a la pacífica imaginación de Descartes y que Marco Polo describe en el capítulo XLI de sus viajes. «El Viejo» había ordenado construir en un valle entre dos montañas un jardín de las delicias que era réplica de la concepción común del paraíso islámico: todo era suave, agradable y cálido; se podía disponer del vino (pues solo lo tenían prohibido en este bajo mundo) y de las huríes sin limitación alguna. Todas esas delicias gozarían para siempre quien muriera bajo las sangrientas banderas de Hassan.

«En el jardín no entraba hombre alguno más que aquellos que habían de convertirse en asesinos» continúa Marco Polo. «El Viejo tenía consigo una corte de jóvenes de doce a veinte años; eran los que adiestraba en el manejo de las armas, convencidos, por lo que dice Mahoma, que aquello era el Paraíso. El Viejo los introducía en su mansión, les daba un brebaje para adormecerlos y cuando despertaban se hallaban en el jardín, sin saber por dónde habían entrado. También en la noche 21 de «Las 1.001 noches», un joven que ha disfrutado en El Cairo despierta en Damasco, y quienes le cuidaban atribuyen su extraña historia a los efectos del "haschish"».

En el prólogo de «La doma de la bravía», de William Shakespeare, un caldedero borracho llamado Sly está dormido en el suelo de una taberna a la que entra un lord de cacería, seguido de sus monteros y criados; a lo que el lord ocioso discurre que «si se le sirviera una comida suculenta al lado de la cama y al despertar se hallasen cerca de él criados de librea, ¿no olvidaría entonces el mendigo su condición?». Un criado prudente observa que, en ese caso, «no podría discernir», y en efecto, el caldedero, despertando en un palacio, se cree su dueño. Durante su sueño despierto, asiste a una representación teatral: es la de «La doma de la bravía», y cuando, terminada la obra, le despierta un mozo de taberna, y retorna Sly a donde se había dormido al comienzo de la obra, increpa a quien le devolvió a la realidad: «Soñando he pasado la noche entera y tú has venido a despertarme del más bello sueño que pueda concebirse». Sly queda convencido de que lo que vio realmente fue un sueño. Más extremada y compleja es la situación de Segismundo en «La vida es sueño», de Calderón de la Barca. Aquí tienen a un príncipe encerrado en una cueva, atado con cadenas; le dan un bebedizo potente y despierta en la corte. ¿Quién es entonces Segismundo, el prisionero o el príncipe? Pues vuelven a darle el mismo bebedizo y retorna a la prisión de la caverna. ¿Qué es realidad y qué es ficción? Segismundo no sabe a qué carta quedarse; al cabo resume que la vida es sueño y los sueños son sueños. Vivimos, pues, en el sueño, rodeados de ensoñaciones. Sly soñó una representación bien real y tan sólo lamenta haber despertado de un sueño maravilloso: mas para Segismundo, se han desvanecido los límites entre la realidad y el sueño: ya no sabrá en lo sucesivo cuando sueña y cuando vigila. La realidad pierde toda consistencia porque ha sido afectada por el sueño.

No deja de ser curioso que la intromisión del sueño en la realidad (que vale por lo mismo que la de la realidad en el sueño) haya dado asunto a dos dramaturgos de la talla de Shakespeare y Calderón. Ambos tuvieron muy presente que la vida no solo es sueño: es teatro. «El gran teatro del mundo» calderoniano, el teatro dentro del teatro de «Hamlet».