Señoras y señores: con ustedes, el gran Jeff Bridges. Todos en pie. Después de tan larga y fecunda carrera, merece el alegrón de subir a dar las gracias por el «Oscar». Lo contrario sería vergonzoso. ¿Que Corazón rebelde no está entre sus mejores películas? Tampoco está entre las peores. Es una obra humilde y honesta. Esto último es importante: no juega sucio, no arranca lagrimitas al espectador con golpes bajos, no supura moralismo de manual ni se revuelca en la pose crepuscular que acecha a su historia (de hecho, abundan las postales de amaneceres). Es la historia de una decadencia, pero también de una redención, y la narra a media voz, con naturalidad, sin aspavientos, de forma que sus lugares comunes, que los tiene, no apesten a refrito aceitoso. ¿Recuerdan El luchador, con la que Mickey Rourke se lanzó al asalto del «Oscar»? Bueno, pues esto es lo mismo, pero con música country: hay un amor maltrecho, hay un hijo al que recuperar (aunque aquí la opción elegida sea más realista), hay un derrumbe progresivo, incluso hay un cuerpo que dice basta, esto es el fin si no frenas y cambias de carretera, amigo. Pero las diferencias juegan a favor de la película de Cooper, menos histriónica y relajada. Y ahí el gran mérito, aparte de un guión bien soldado, con diálogos que se ajustan como un guante a los personajes, está en Bridges, pero también en el resto de un reparto tan bueno que ni siquiera desentona Colin Farrell, convincente como estrella musical que ya empieza a sufrir los problemas con la bebida que hizo descarrilar a su mentor. La notable Maggie Gyllenhaal conecta en seguida con Bridges y entre ambos construyen unas escenas emocionantes en las que se siente el deseo que pide paso, el amor que empieza a fraguarse, la ternura, el temor y, finalmente, la desconfianza y la desesperación. Y el duelo de titanes con Robert Duvall (aquí muy comedido, menos mal) se salda con unos pocos pero sabrosísimos minutos.

A Bridges este papel le viene en el momento oportuno para hacerlo grande, para magnificarlo hasta hacerlo suyo de forma magistral. Pero lo hace sin alardes con vistas a la galería. Encarna a un tipo de vida desangrada que aún puede hacer sonrojar a una mujer, que ha tirado su carrera al cubo de la basura y se ahoga en un vaso de güisqui, pero que conserva la dignidad intacta, también la coquetería y una apesadumbrada pasión por su música. Un buen hombre de mala vida. Dan ganas de tomar una copa con él.