Oviedo, J. MORÁN

Nieta de Clarín e hija del rector Alas, Cristina Alas Rodríguez narró en octubre de 2008 sus «Memorias» para LA NUEVA ESPAÑA. En ellas rememoró su partida hacia Francia, en septiembre de 1937, cuando contaba 12 años y temía que algo grave hubiera sucedido con su padre, Leopoldo Alas García-Argüelles, rector de la Universidad de Oviedo, fusilado el 20 de febrero de 1937. Ella no lo supo hasta cinco años después, cuando regresó a España. Al evocar aquello, a Cristina Alas aún se le humedecían los ojos. Éste es un resumen de sus «Memorias», que dictó en su domicilio ovetense, rodeada de cuadros, muchos de ellos obra de su marido, el doctor José Ramón Tolivar Faes (1917-1995).

l Refugio en la calle Altamirano. «La Revolución del 34 la viví en Oviedo, en nuestra casa de la calle Altamirano. Tengo recuerdos terribles, algo espantoso. Todos los vecinos de la manzana estábamos escondidos en un piso. Recuerdo la oscuridad y a todos los vecinos, muertos de miedo, sin poder salir, sentados en el suelo de una sala que daba a Altamirano, con colchones en el balcón, para que no entraran las balas. Teníamos un gato y mi padre sufría por él, y de vez en cuando saltaba a los patios a buscarlo. En una de éstas, se encontró con que al gato le había cortado el rabo un obús. Lo vendó y lo subió. Ese gato se murió el mismo día que fusilaron a mi padre. Se tiró por la ventana, según me contaron tiempo después. Apagábamos las luces y poníamos unas lámparas de aceite. Teníamos aquellas luces chiquitinas y, de repente, oíamos por la calle "¡Esa luz!", y soplábamos muertas de miedo, pero lo que en realidad decían entre ellos era: "¡Eh, salud!, camaradas"».

l Arde la Universidad. «Mi padre vio arder la Universidad. Quiso salir y le retuvieron entre todos los vecinos porque, unas horas antes, una de las chicas de servicio había bajado a la calle y la habían matado allí mismo. Mi padre quería salir a ver qué pasaba, pero le contuvieron. Tengo ese recuerdo horrible de mi padre forcejeando con los vecinos. Es el peor recuerdo de mi infancia: ver a mi padre, que era un hombre tan equilibrado, y, de repente, verlo sufriendo de aquella manera, al saber que estaba ardiendo la Universidad. Cuando entró el Ejército en Oviedo, bajó corriendo a ver el edificio. Aquella destrucción le traumatizó de una forma enorme. Pero inmediatamente se puso a trabajar para reconstruir el edificio. Mi padre era menudo y delgado, y más bien bajo, como el abuelo Clarín».

l Último día con el padre. «El 17 de julio de 1936, mi padre va a buscarme a Mieres, a la casa de la familia Buylla. Mi tía Mercedes era la esposa de Vital Buylla. "Tienes que venirte a Oviedo, porque va a haber otra revolución y quiero que estemos juntos". Le dije que al día siguiente podía volver con Arturo, el novio de mi prima. "¿Me dejas hasta mañana?". "Bueno". Me miró los pies y vio que llevaba unas sandalias rotas. "Toma, te voy a dar este duro para que compres unas alpargatas, pero ya sabes que vienes con Arturo mañana". "Sí, sí", le aseguré, pero ya no hubo mañana, porque Arturo ya no pudo salir de Oviedo al día siguiente. Aquel día 17 fue el último que estuve con mi padre».

l Agarrada a un clavo ardiendo. «Enrique Rodríguez Mata, mi tío, catedrático de Economía y consejero del Banco de España desde febrero de 1936, cae en desgracia con el Frente Popular y huye de España con Margarita Rodríguez Velasco, su esposa, hermana de mi madre. Llegan a Bretaña y escriben a Mieres para que su hija, la pequeñina Margarita, viajara a Francia, y yo con ella. Cuando salgo de Asturias, en septiembre de 1937, creía que mi padre estaba preso, aunque ya lo habían matado, en febrero. Yo no lo sabía, pero en una ocasión, mi primina Margarita, que era un poco trasto, se enfadó conmigo y me dijo: "Anda, que afusilaron a tu padre". Fui llorando a mi tía. "¿Es verdad lo que dice mi primina?". "¿No ves que es muy traviesa?", me respondieron. Me quitaron aquello de la cabeza, pero un día estaba jugando con unas amigas y llegó un batallón "Sangre de Octubre", de milicianos. Vi a una miliciana a la que reconocí. "Esperanza, ¿eres tú?". Había sido la muchacha de una amiga mía de Oviedo. "Es que me escapé de Oviedo", respondió ella. Entonces le pregunte: "Tú, que eres miliciana, ¿cuándo entráis en Oviedo?, porque mi papá creo que está preso. A ver si vais por donde la cárcel y lo sacáis pronto". Y veo que ella se echa a llorar. "Nena, sí; ay, nena, sí". Había un miliciano al lado y ella le dijo quién era yo. Los dos me acariciaron. "En cuanto podamos, a ver si sacamos a tu padre". Inocente de mí. Marché a Francia con esa espina clavada, la de las lágrimas de la miliciana Esperanza, pero sin saber nada de la muerte de mi padre».

l Hacia La Rochelle. «A comienzos de septiembre salimos de Asturias Soledad Ortega, mi prima, su ama -Teresa Babío-, y yo. En Ribadesella embarcamos en un carguero inglés, el "Stanmore". Llegamos a La Pallice y nos metieron en un tren. De pronto, nos enteramos de que el tren sería desviado en Burdeos hacia Barcelona, porque ése tenía que ser el destino de los exiliados, hacia la España republicana. Vi que llegábamos a Burdeos y no podíamos salir del tren por ninguna parte. De un lado, estaba el andén, lleno de guardias y soldados. Del otro lado, las puertas del tren estaban cerradas con llave. Pensé: "¿qué vamos a hacer en Barcelona? No puede ser". Yo era una niña, pero comprendía que aquello de seguir en el tren no podía ser. Me asomé, quería abrir la puerta, no podía. Había visto a una señora mayor que durante el viaje se había estado cortando las uñas con unas tijeras. Se me ocurrió algo de repente. Le pedí las tijeras a aquella señora y comencé a hacer palanca en la cerradura. Aquello saltó. Sentí tanta alegría... Bajamos las cuatro del tren y nos metimos en un pasadizo subterráneo. En esto, veo en la puerta de la estación a mí tío, despistado, porque el tren ya había marchado. Fue tal la emoción que es el día de hoy que no se me olvida. De casualidad no estoy ahora en Rusia, gracias a las tijeras de una pobre señora. Los niños de aquel tren, "niños de la guerra", iban a ser enviados desde Barcelona a Rusia. Aquello fue un verdadero milagro. Me ayudó Dios en muchas ocasiones».

l Vendiendo las joyas y envolviendo sardinas. «Tras huir del tren, en Burdeos, salimos hacia el pueblo de Le Croisic, en la Bretaña. Comencé en el colegio, junto a mi prima. Mi tío daba clases de Matemáticas e iba vendiendo las joyas de su mujer, Margarita, para poder ir viviendo. Al principio, estuvimos muy bien, pero cuando llegó la II Guerra Mundial la cosa se complicó. No nos enterábamos mucho de la guerra, pero se notaba que iban faltando los hombres del pueblo, movilizados. Por ello, unos amigos nuestros no tenían personal para trabajar en su empresa de exportación de pescados, y mi tío iba a ayudar, y yo también: él clavaba las cajas y yo envolvía sardinas».

l Llegan los alemanes a Le Croisic. «Un día, me mandó mi tía a comprar mantequilla. La señora de la tienda tenía un cuchillo de dos asas en las manos. Me miró y dijo: "Niña, los alemanes, esos escarabajos, están entrando en Francia como este cuchillo en la mantequilla". Hubo muchos avatares, pero sufrimiento no. No me faltó de comer, ni de nada. Aquellos años, en Francia, fueron muy felices, dentro de lo que cabe».

l La noticia de la muerte. «Regreso a España en 1942. Mi tío me lleva a Bayona y paso la frontera por Fuenterrabía. Llego a San Sebastián y mi madre va a recogerme. Lo primero que le pregunté fue por mi padre. Me dijo: "Está en el cielo". Le pregunté: "¿Recibió los sacramentos?", y me dijo que sí».

l Elogios de Torcuato. «Regreso con 16 años a Oviedo y el certificado de estudios de Francia no me servía, así que estudio de segundo a séptimo de Bachillerato. Después, estudié Filología Románica. En la Universidad me integré bien, con estupendos compañeros y profesores. Eso sí, la primera vez que me vio don Francisco, «Pachu», el bedel, se echó a llorar y, después, también lloraba cada vez que me veía. Torcuato Fernández-Miranda se portó muy bien conmigo: "Tu padre fue mi mejor profesor; el único que tuve que quería que supiéramos tanto como sabía él". Me emocioné. Nadie se atrevía entonces a hablar de Leopoldo Alas, salvo don Benjamín Ortiz, canónigo arcediano de la Catedral, el sacerdote que le confesó. Por poco va para la cárcel por hablar de mi padre. Había sido alumno suyo y entonces era profesor de Derecho Romano. Cuando lo fusilaron, dijo: "Han matado a un santo". Lo repetía todos los años».

l Confesión sobre la segunda descarga. «Sí me contaban sucesos sobre la muerte de mi padre. Mi primo Vital Álvarez-Buylla, el médico que dio nombre al hospital de Mieres, hizo la guerra en la zona nacional y lo mandaron al frente del Ebro. En una ocasión, de su compañía sólo quedaba un herido en el suelo y dos de pie: él y otro militar; los demás, muertos. El soldado que estaba con él se le acercó. "Tú eres muy religioso, ¿eh, Vital?". "Sí". "Pues necesitábamos un cura tú y yo, porque aquí nos quedamos". No había tal cura, pero el soldado añadió: "Así que voy a confesar algo contigo, que llevo dentro desde hace tiempo, y es que yo formé parte del pelotón que fusiló a Alas". Vital adoraba a mi padre y, en aquel momento, le apeteció estrangular a aquel hombre, según me confesó. El soldado prosiguió: "Yo... pensar que nadie se atrevió a tirar sobre él y, tras la primera descarga, se quedó de pie... y cuando nos obligaron a hacer la segunda descarga, yo tiré y pienso que la bala mía fue la que lo mató... ¡y eso lo llevo aquí dentro, lo llevo aquí dentro!". En aquel momento, un obús alcanzó a este hombre y lo mató. Presas que estuvieron con mi padre también me contaron esas escenas del fusilamiento».

l El abuelo maldito. «En aquellos años no se leía a Clarín. Había unas ediciones de "La Regenta" que venían de la Argentina, de portadas rosa, y se ofrecían en alguna librería, pero casi a escondidas. Mi abuelo tenía algo de maldito. Mi tía Elisa, hija de Clarín, tenía nietos en Madrid. Un día, una nieta llega a casa y dice: "Abuela, ¿de quién soy nieta?, porque este libro de Literatura dice que Leopoldo Alas, Clarín, fue un escritor asturiano de carácter atrabiliario que no se casó y murió soltero". Y tía Elisa, que tenía mucho genio, se puso los zapatos y el abrigo, fue a la editorial y los denunció. En cambio, recuerdo que estaba yo haciendo el Servicio Social, en Barro, y había allí un cura párroco, ya viejín, y alguien le dijo que yo era nieta de Clarín. Estaba un día dándonos una charla y comentó: "¡Qué pena que 'La Regenta' no la leyeran en el Seminario todos los seminaristas!". Para atreverse a decir eso?».

l Oviedo y Vetusta. «En cuanto a Vetusta, se lo dije una vez a Jesús Evaristo Casariego, que era presidente del RIDEA. Él me estaba exponiendo que "Oviedo no es Vetusta, ni Vetusta es Oviedo". Entonces le dije: "No, Oviedo fue mucho peor que Vetusta. ¿Quién le iba a decir a Clarín que iban a hacer lo que hicieron con su hijo?". Él se quedó en silencio».

l El peso del apellido. «Recuerdo algo que me dijo mi padre cuando yo tenía 11 añinos. En el instituto, acabé el primer año de Bachillerato. Tuve muy buenas notas y Francisco Yela Utrilla, profesor de Gramática y falangista de pro, hacía un examen para aspirar a matrícula de honor. El análisis morfológico era tan fácil que lo dejé para lo último e hice el sintáctico y la redacción. Pero se me olvidó hacer el morfológico y no me dio la matrícula. Yo no me acordaba de que había dejado una parte del examen sin hacer y le comenté a mi padre: "¡Con lo bien que lo hice y no me dio matrícula!". "Hija, este apellido cuesta mucho trabajo llevarlo. Estate preparada". A los dos o tres días, cuando me di cuenta de que la culpa había sido mía, se lo dije a mi padre. No tener matrícula era justo en este caso. "Pues entonces, mejor", respondió».

l Víctimas y verdugos. «¿Reparación de mi padre? No espero ninguna. La va a dar Dios. Estoy segura de que vale mucho más ser víctima que verdugo. Es mucho más triste ser verdugo que víctima y, en esas estoy, y doy gracias a Dios porque es terrible ser verdugo. Éstas también fueron palabras de mi padre».