El verano, pródigo en sal gruesa, se aleja, por la propia meteorología, de las frescas y sutiles corrientes del humor. Del humor británico, que es el humor por excelencia y que, como decía el diplomático y ensayista William Temple, procede de la riqueza del suelo de Inglaterra, de su pésimo clima y de su libertad. Pero no todos son británicos, ni mucho menos, los escritores avezados en ese tipo de sutilezas. Hay hijos adoptivos. Uno de ellos nació en Guanajuato y murió en un accidente aéreo en Mejorada del Campo. Se llamó Jorge Ibargüengoitia y lo seguimos extrañando. Ahora se vuelven a publicar sus libros, el último de ellos Dos crímenes, una novela que no habría que dejar de leer. Ibargüengoitia escribió la necrológica de su madre, Luz Antillón, que antes de morir había elegido la titánica tarea de leer los siete tomos de En busca del tiempo perdido. Un día, cuando su hijo entró en la sala donde se encontraba moribunda, dijo: «Ya murió Albertine».

«Hola, soy Art Buchwald y acabo de morir». Buchwald, maestro de periodistas y columnista dotado de un fino sentido de la ironía, murió a los 81 años después de rechazar un tratamiento de diálisis y anunció su muerte en un vídeo en la página web de «The New York Times». El día en que anunció su muerte los lectores pensaron que se trataba de otra de sus bromas, como cuando escribió que quería que sus cenizas se esparciesen sobre los edificios del constructor Donald Trump, en Nueva York. Las cenizas del periodista norteamericano gravitan aún sobre las sonrisas.

Buchwald se despedía con indudable sentido del humor de sus lectores y nuestro Miguel Mihura nos daba así los buenos días en sus divertidísimas memorias. Lean: «Cuando yo estaba a punto de nacer, Madrid no estaba inventado todavía y hubo que inventarlo precipitadamente para que naciese yo y otro señor bajito, cuyo nombre no recuerdo en este momento y que también quería ser madrileño». Mihura escribió también acerca del envejecimiento: «Hoy por la mañana he cumplido 62 años y ahora, por la tarde, tengo ya 64. ¡Cómo pasa el tiempo, demonio!».

La ironía nace de humores tornadizos y se expresa en conceptos disolventes, a veces deliciosamente absurdos. Es el caso de Ramón Gómez de la Serna, implacable en sus Greguerías, ingeniosas interpretaciones de la vida corriente. «Las gallinas deben denunciar en las comisarías que la gente les roba sus huevos». Asombrosamente emparentado con las gallinas y los huevos estaba el señor Mulliner, uno de los personajes más graciosos del gran humorista inglés Pelham Grenville Wodehouse. «Comenzaba por un breve cacareo, casi imperceptible; el alegre y casi incrédulo murmullo de una madre a quien le cuesta creer que su unión ha sido bendecida, y que es realmente ella la responsable de aquella mixtura ovalada de yema y clara que está depositando en la caja. Tiene el aspecto de un huevo -parece decir la gallina- y el tacto de un huevo. Está hecho como un huevo. ¡Caramba, es un huevo!».

Hace un par de años, bajo el título Carnaval, Anagrama editó una selección de cuentos de James Thurber, un autor que publicó durante décadas en «The New Yorker». Thurber relata también una peripecia extraordinaria con gallinas. «Como era de esperar, en ese momento no me acordaba dónde había dejado las gafas, pero veía lo suficiente como para darle a las gallinas su merecido con la munición que tenía preparado para esas ocasiones: un montón de guijarros. Antes de que pudieran impedírmelo había acribillado todas las tomateras del huerto. Fue una de las experiencias más negras de mis horas más borrosas».

Hasta aquí algunas frescas y sutiles corrientes del humor que la sonrisa, libre al igual que la mirada, persigue.