Que sí, que la tristeza puede ser luminosa y cálida, y los baúles junto al mar de dudas tienen mucho de réquiem por un sueño. Los amores de verano sudan lágrimas y en una estación que mira a París las despedidas alimentan promesas rotas en pedazos sobre calzado untado con alivio y melancolía. Finales sin principios. Víctor García León, experimentado cirujano de fracturas familiares en "Vete de mí" y cronista sin remilgos de la España de pícaros y pijerío deslenguado en "Selfie", vuelve ahora la vista atrás para contar lo que fuimos, y explicar lo que somos: aquella España de finales de los años 50 en la que los Guardias Civiles vigilaban las playas y los españolitos acomplejados salían a la caza de extranjeras en busca de toreros sin capote. En el fondo, más que al ligoteo de chiringuito, personajes como Miguel y Antonio jugaban a ser libres, uno coleccionando pieles asadas al sol y otro atrapado por un inesperado amor playero que hace las veces de tsunami para un ser apocado, grisáceo y perplejo. El primero no cambia: llega a Ibiza siendo un hijo de papá con las ideas muy claras (pasarlo bien pese a quien le pese, la conciencia es para infelices). El segundo evoluciona y solo al final, en un último plano formidable y revelador, sabremos hasta qué punto hay en su callada personalidad una invitación a convertir las pérdidas en una vía de escape.

La novela de Rafael Azcona que inspira la película vio la luz en Francia y a España llegó por vías subterráneas. Cómo iban a permitir los inquisidores franquistas una obra con abortos y frescura sexual a borbotones. Tampoco la película -producida por el asturiano Jaime Gona- pierde el tiempo subrayando lo obvio, basta el contraste de unos paisajes embriagados por una luz dulce (excepcional trabajo de Eva Díaz) con la agria frialdad de pensiones (magnífica la escena en la que un espejo de aguas rotas acoge una conversación que ya amenaza con astillar sentimientos, con un baño ruinoso al fondo) o esas colisiones de idiomas tan chocantes como patéticos.

García León modula los registros visuales de sus trabajos anteriores (más directos y a quemarropa) para maniobrar con planos de media y larga distancia que hacen más expresivos y rotundos los acercamientos a los personajes, sobre todo en el caso de la actriz francesa Stephane Caillard, que recuerda extraordinariamente a Romy Schneider por su talento para expresar sentimientos y emociones a flor de hiel con sonrisa dulce y mirada amarga.

Siendo una película en la que los choques de idiomas hacen derrapar la comunicación verbal para que tome el mando el roce y las pupilas estremecidas, la decisión del director de mostrar algunos momentos de especial dramatismo con silencios y lejanía aleja cualquier tentación de empujar la historia hacia un dramatismo previsible y apuesta por el sigilo para el humor y el (des)amor. "El invierno en París es muy triste", confiesa Odette, colapsada de corazón. "No me seas tan español", le espeta a Raúl Arévalo un cáustico Juan Diego Botto (que opina que los españoles en general son imbéciles salvo él, de una "amoralidad muy estricta"). Dos formas inapelables de definir a dos personajes que se mueven entre canciones del verano sin fronteras, fiestas de risa triste y peces que se besan sin vida.