Primero viene la descripción. El hotel Martinez es un hermoso palacio de estilo Art Déco construido en los años treinta con toda la elegancia que caracteriza a la Costa Azul. Se encuentra situado en la Croisette, a un paso de la bahía de Cannes y a menos de un kilómetro del centro. Sus 412 habitaciones con aire acondicionado tienen vistas al mar, a la ciudad o a la montaña y están decoradas con colores pasteles o azul marino, plantas y muebles con el estilo de la época en que se abrió al público. Todas disponen de balcón privado y comodidades.

Cannes se distinguió y distingue por sus grandes hoteles. Cuando el Martinez abrió sus puertas, aquel hermoso pueblo portuario tenía a lo largo de la Croisette una fila suntuosa de establecimientos de primera categoría. El Majestic, el Carlton y, encima del Café de París, el hotel Edouard VII. Al lado del puerto se encontraban el Beau-Site, el Du Parc y el hotel de la Californie. Erika y Klaus Mann, hijos del autor de La montaña mágica, recomendaron en su curioso «baedeker» de la Riviera una pensión llamada Belle Plage, detrás del boulevard Jean Hilbert, que acabó convirtiéndose en un pequeño hotel funcional con terrazas sobre el mar, a dos pasos de las playas y el palacio de festivales, muy frecuentado. Si una cosa ha sabido hacer Cannes es adaptarse a las circunstancias actuales.

El barcelonés Mauricio Wiesenthal, viajero sin fronteras y conocedor de las cosas más variadas, escribió que la Provenza se inventó primero que la Costa Azul porque los poetas precedieron en todas partes a los turistas, «incluso a la hora de abandonar los lugares profanados por los nuevos ricos». Pero el invento de la Provenza fue primordial para la buena salud del gran balneario que empezaba a desperdigarse unos kilómetros más abajo envuelto en los aromas que procedían de los campos del Norte. Las veces que he estado en la Provenza interior tuve una especial precaución de acercarme lo menos posible a la costa para evitar la contaminación que producen los efectos de las lavandas mezcladas con el Chanel.

Coco Chanel, como Colette, ha sido la personificación de la Costa Azul, sobremanera cuando lloró amargamente de rodillas en una cuneta de la carretera de Fréjus la muerte de su amado Boy Capel, que se había estrellado allí un día de Nochebuena. Coco o Gabrielle se había enamorado locamente de aquel «play-boy» inglés, jugador de polo, budista y aficionado a los coches de lujo. Capel se llamaba realmente Arthur Edward, era un chico guapo y rico, capitán del Ejército. Algunos de sus amigos lo tenían también como un intelectual y un político. Georges Clemenceau, ex jefe del Gobierno francés, se había encaprichado de él y quería que aceptase un puesto de agregado militar en París para tenerlo cerca.

Paul Morand, amigo personal de la mujer que revolucionó la moda, testigo privilegiado de sus confesiones y autor de un magnífico libro, El aire de Chanel, en el que se pone en la piel de la protagonista para contar su vida, detestaba a Boy Capel. Lo hacía, eso sí, de la forma en que Morand podía detestar a las personas, es decir, en un tono distante de desprecio. En su novela Lewis e Irene escribió que sólo Coco Chanel, reina de los esnobs, podía amar a este tipo de hombres que utilizan a las mujeres para engañarlas, estudiarlas, educarlas y destruirlas, descargar sus enfados y para que calienten su cama.

Clemenceau, que tenía una opinión muy distinta del «play-boy», declaró a raíz de su trágica muerte que Capel valía demasiado como para seguir en esta vida. El viejo zorro francés siempre eligió muy bien las frases. A él se debe la de «todos los cementerios del mundo están llenos de gente que se considera imprescindible» o aquella otra de que «cuando un político muere y muchos acuden al entierro, sólo lo hacen para comprobar que se encuentra de verdad bajo tierra». Su fijación con los cementerios y la muerte no admite lugar a dudas.

Pero la desconsolada Coco vivió el recuerdo de su gran amor hasta la paranoia, con la impresión de que su amado continuaba protegiéndola desde el más allá. De hecho, contó cómo en una ocasión, años más tarde de la muerte, un hindú desconocido la había visitado en su taller parisino para darle un mensaje de Boy Capel, transmitido supuestamente desde un mundo en que ya nada le puede herir a nadie. La propia Chanel confesó después a sus íntimos que se trataba de un secreto que sólo su amante y ella habrían podido conocer. Los íntimos, entre los que se contaba Morand, debieron de quedar algo anonadados.

El «play-boy» había descubierto a la modista en Pau. Se pasaban el día a caballo, el primero de los dos que cazaba una liebre invitaba a vino de Jurançon. Luego decidió llevarla a París y, de la noche a la mañana, se convirtió para ella en una especie de Pigmalion. Boy Capel tenía gustos refinados y una vida social deslumbrante. Sabía un poco de todo y eso, unido a un sentido práctico para aportar soluciones, le hacía aparecer a ojos de los demás como una persona de grandes conocimientos. Las mujeres de la alta sociedad se lo rifaban.

Coco Chanel presumía en la vejez de que siempre le había ido muy bien con los ingleses pese a las vicisitudes históricas que han atravesado las relaciones entre Francia e Inglaterra. Se ha dicho de los ingleses que son, por lo general, personas educadas, al menos hasta donde empieza el Canal, pero Capel lo era allá donde se presentase. Rico desde muy joven por los negocios del carbón, fue para ella su asesor, su inversor, su familia, padre, hermano y todo lo demás. En 1914, cuando estalló la Primera Guerra, el inglés la obligó a retirarse a Deauville, donde alquiló una villa para sus caballos. La localidad normanda era un refugio de señoras elegantes y Coco Chanel emprendió un fructífero negocio.

Fréjus, adonde lleva la carretera en la que encontró la muerte Boy Capel, se encuentra cerca de Saint-Raphaël, un lugar magnífico de la Riviera que los ingleses adoran y en cuyo entorno se levanta la cordillera del Esterel. Las lujosas residencias vigilan, encaramadas en las altas paredes, las calas bordeadas de pinos. Entre Cannes y Niza se encuentra Juan-les-Pins, con su casino. Y muy cerca, Antibes, por donde pasearon en diferentes momentos Nicos Kazantzakis, Zweig, Maupassant, Cocteau y Joseph Roth, entre otros. El Train Bleu no descansaba entonces de mover pasajeros desde París.