Nacer sin cintura y sin cadera es una malformación como otra cualquiera que se disimula bien en los meses de invierno a base de abrigos y superposición de prendas. Pero cuando llegan las jornadas de playa, la cosa es diferente. Tardé mucho tiempo en aprender a nadar porque el flotador en lugar de ajustárseme en esta zona del cuerpo tan femenina, a mí se me caía hasta los pies. Nunca supe jugar al «hula hoop» ni entendí los pantalones bajos de cadera. Tanto le pregunté al Dios creador delante del espejo por qué me había hecho esto, que ahora de tantas plegarias y sufrimientos el flotador ha venido a colocárseme de por vida justo en el lugar donde jamás fue un elemento ajustable. Puede que Dios exista, pero no hace por entenderme. Ahora que de verdad he aprendido a nadar le pido al todopoderoso que me deje por favor libre de esta boya subcutánea con la que jamás he logrado a entenderme. Libéreme de este yugo y, si puede, métame en cintura o deme unos manguitos.