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Comidas y bebidas

Judías de todo tipo, es tiempo de potajes

Fréjoles guisados.

Una de mis alegrías gastrónomo bibliófilas fue ver reeditado hace algunos años Breviario del cocido en un bonito libro con ilustraciones de la colección Reino de Goneril. Siempre que surge la oportunidad vuelvo a echarle una ojeada. El alcarreño José Esteban repasa en él de modo magistral esas ollas humeantes que han combatido el hambre de los españoles durante siglos. Unamuno decía aquello de "allí donde se halla un cocido está mi patria". Y la patria estaba por todos los rincones, no sólo en el Madrid de Esteban, sino también en Oviedo y otros muchísimos lugares. Baste recordar La Regenta: "Vetusta, la muy noble y leal ciudad, corte en lejano siglo, hacía la digestión del cocido y la olla podrida?".

Esteban, periodista y escritor octogenario, experto en el folclore y en otras muchas cosas, se recrea en el popular coci de tres vuelcos (la sopa, los garbanzos y las legumbres, y las carnes), de Lhardy y de otras grandes casas que lo han hecho y hacen de manera solvente. Aprovecho la ocasión para apoyar la tesis de Néstor Luján y del propio José Esteban de que en el cocido madrileño sobra la salsa de tomate, de la misma manera que está de más la morcilla, que, como recalca el autor del Breviario, combina mejor con las alubias que con los garbanzos.

Garbanzos, judías blancas, rojas, pintas y verdes, en fin, es tiempo de pucheros. De las últimas me gustan tanto las finas vaina como las semillas blancas. No sabría con cuales quedarme. Unos fréjoles, como decimos aquí, en un guiso con patatas, tomate, pimentón y azafrán, es un plato evocador que despierta recuerdos de infancia. Recién brotadas, tiernas y finas hay pocas cosas que resulten equiparables en cuanto a frescura y sensación de estar comiendo una hortaliza. Marcel Proust escribió de ellas: "Me gustan finas, muy finas, chorreantes de vinagretas; uno no diría que las está comiendo, son frescas como un rocío. Cuando no es en guiso tradicional, lo mejor es comerlas cocidas al dente, frías, con un chorro de aceite o un aliño. De anchoas, por ejemplo.

Entre las alubias hay un amplio abanico donde elegir dependiendo de la función que van a desempeñar en la olla, de la faba asturiana -que también se consume fresca cuando existe la oportunidad de hacerlo, cuando no congelada- a los caparrones, las pochas, las finas alubias del ganxet, las de Tolosa, las canela, el fesolet, las verdinas, etcétera, etcétera. Este es un país de alubias. Igual que Italia, en algunas de sus regiones, lo es de mangiafagioli, comedores de ellas. Y no me extraña. Por ejemplo, están los reputados y cremosos cocos de Val de Nervia, en Liguria, según se pasa Ventimiglia, muy cerca de la frontera con Francia, que se recogen antes de la madurez y no requieren horas de remojo. O la alubia de Conio, también de origen ligur. Incomparables para comer en ensaladas, con aliños que resalten su frescor.

Quedan unas lentejas para completar la olla. Hay una clase de ellas, verdes, las francesas del Puy o del Berry, que son de una finura excepcional. Las he oído llamar "caviar del pobre". Tienen el tegumento mucho más fino que el resto de sus parientes legumbres, la naranja, la coral, la parda o la rubia, que necesitan más tiempo de cocción. Su origen se remonta a la era galo-romana. De hecho, encontraron un puñado de ellas en un vaso de barro entre los vestigios de Puy-en-Velay. Los campesinos las cultivan, según la tradición, desde hace ya mucho tiempo. Tienen un gusto delicado, nada harinoso y cuecen en siete u ocho minutos. Los franceses las suelen comer acompañando el petit-salé, un tronco de cabeza de lomo o panceta de cerdo que se vende cruda, como el lacón, y que hay que poner a remojo.

Dominio del Aguila Reserva 2015. Gran vino de la bodega de J orge Monzón e Isabel Rodero, autores de los superclase Canta La Perdiz y Peñas Aladas, es un ribera sedoso y elegante, de alta expresión, procedente de un viñedo viejo ecológico de tempranillo, garnacha y bobal, casi centenario, que goza de todas las bendiciones habidas y por haber. Permanece 35 meses en barrica de roble, elaborado mediante el proceso artesanal, sin despalillar y pisado en el lagar, el resultado que depara es el de un vino que puede beberse en cualquier momento pero es capaz de envejecer durante mucho tiempo. La botella cuesta alrededor de 55 euros, pero merece todas y cada una de las ocasiones.

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