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Espía por mandato

Lars Eidinger.

El primer plano de El espía honesto no deja lugar a la duda: un hombre enjaulado, un rostro desencajado, una angustia en fuga. De ahí a los días felices del pasado, una separación al desnudo con proposición de matrimonio y anillo pintado en el dedo. Mejor que uno de verdad porque después de cada ducha tienes que volver a pintarlo. “Es una decisión nueva cada vez”. Un viaje interrumpido antes de emprender vuelo hace despegar la primera amenaza: ¿una detención, tal vez? La película de Stünkel empieza a fraguar su armazón de inquietudes con densa y austera frialdad. Sin subrayados: basta una mirada tras una ventana sobre el desdichado protagonista para intuir que algo va a ir mal. Muy mal. Estamos en la República Democrática Alemana (lo de Democrática era un sarcasmo, claro) y al doctor Franz Walter le ofrecen un futuro espléndido como catedrático a cambio de realizar ciertos “favores” al servicio de inteligencia exterior. Un precio muy alto para alcanzar sus metas. Demasiado.

La telaraña se va tejiendo en tres puntos distintos y distantes en el tiempo: la vida de Walter antes de entrar en las entrañas de la bestia del Estado opresor, su progreso adaptativo) dentro de él (reveladora escena en la que “adiestra” a una mujer para una misión erótica de seducción) y su infierno cuando pasa a ser un preso sin escapatoria. Hombre gris y ocre como tantos otros que, cuando entran en contacto con las “depravaciones” occidentales, contactan con tentaciones simples que desvelan las grietas de un muro comunista corrompido: la magnífica escena en el hotel sobre el frasco de aceite de canela que impide olvidar el olor de un hijo muerto es, en realidad, un testimonio de flaquezas, renuncias y desesperación soterrada. Walter participa, con una frialdad indescifrable, en una cacería humana en la que todo vale para encontrar informaciones dañinas: chantajes, sobornos, engaños de todo tipo. Y en ese mundo de inmundicias y crueldades intolerables, un aparente erial de amoralidad, nace, de repente, entre vapores etílicos y bailes de delirio, algo tan extraordinario como la toma de conciencia: la traición como forma de honestidad. El dramático reencuentro sin palabras del matrimonio revela la apuesta de la película por arrancar escalofríos sin trampas hasta la escena final, seca e inesperada. Brutal.

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