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El asesino está a bordo y se llama...

Kenneth Branagh.

Como si intentara imitar a Sam Mendes en su carrilera vista a las trincheras de la I_Guerra Mundial (1917) y siguiendo las reglas de los colores básicos que empleó con desigual fortuna en Belfast, Kenneth Branagh se sube otra vez el tren de las intrigas de Agatha Christie tras el éxito (económico, para nada artístico) de su viaje en el Orient Express. Y no es que se hunda en el río al igual que no descarriló con la anterior pero los resultados dejan mucho que desear.

El problema de las adaptaciones al cine de las historias de la novelista británica es que su principal baza no existe: la sorpresa. No solo por la identidad de los asesinos, también por las pesquisas que lleva a cabo el amigo Poirot. Salvo que se llegue a las salas sin conocer ese aspecto del relato (o habiéndolo olvidado), nada de lo que ocurre en la pantalla puede sorprender. Eso lo puede ofrecer una película a lo Christie sin Christie, como Puñales en la espalda. ¿Y que se utiliza entonces para enganchar a las audiencias actuales? Unos escenarios esplendorosos (echando plano con demasiada frecuencia a la utillería digital, hasta los cocodrilos están hechos por ordenador), un amplio reparto de estrellas de variado fulgor (más intenso en el Orient Express que aquí, con algún intérprete flojísimo) y una realización extremadamente estilizada de Branagh, tanto que a veces se olvida de que está narrando una historia y se pasa de revoluciones con la cámara, al servicio de una mirada voluntariamente clásica, o antigua. ¿Rancia a veces? Curiosamente, lo más interesante de la propuesta son las aportaciones dramáticas al personaje de Poirot, al que encontramos en el prólogo en las trincheras (así sabremos el origen de sus bigotones y su perpetua melancolía) y al que dejaremos en un bello final que tiene mucho Branagh y poco de Christie.

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