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Hablemos en serie

Y, sin embargo, cuánto se quieren...

"El método Kominsky" regala a Michael Douglas y a Alan Arkin dos extraordinarios personajes y unos guiones irresistibles

Michael Douglas y Alan Arkin,

El método Kominsky lo tiene todo para gustar. Dos protagonistas en estado de gracia. Secundarios de lujo. Guiones cargados hasta los topes de buen humor con toques de mala uva y algún airecillo triste. Que no amargo, aunque haya situaciones que lo piden a gritos: ausencias, fracasos, próstatas dañadas, relaciones dañinas con hijos de diverso pelaje. Y sus episodios duran poco. Mejor dicho: lo justo. Lo necesario para no cansar y dejarte con ganas de más. Algunas veces hay en la serie de Netflix (que la ninguneó antes de ser un éxito) leves bajadas de tensión, pero la mayor parte del tiempo es todo tan confortable que te da pena que se acabe.

Vayamos por partes. Michael Douglas, lejanos ya sus papeles de macho alfa con instintos básicos, acosos y corazones verdes, está perfecto como profesor de interpretación frustrado por no tener una carrera él mismo como actor. Claro, es que nadie quiere trabajar con alguien tan bueno... O tal vez no le lleguen oportunidades porque su agente le zancadillea. Su agente lo interpreta otra vieja gloria, Alan Arkin, que nunca hizo de galán así que le toca encarnar al viudo cascarrabias de verbo punzante. Devastado por la muerte de la mujer de su vida, sobrevive hablando con su fantasma y guerreando con Douglas con todo tipo de armas verbales. Pero no nos engañan: se quieren. Discuten, se tienden trampas de continuo, abren fuego amigo pero al final todos sabemos (ellos también) que no pueden vivir el uno sin el otro. Hay un momento maravilloso en el que Douglas se despide en la puerta tras visitar a la esposa agonizante de Arkin, y tras el consabido intercambio de ataques mutuos, se vuelve de repente y da un abrazo inesperado al amigo. Carne de gallina.

Y vaya compañía se gastan: si algo tiene la industria norteamericana es una cantera de intérpretes secundarios inagotable. Y si hace falta recurrir a un cameo descacharrante, ahí está el amiguete de Douglas, Danny DeVito, para hacer de urólogo delirante en una de las escenas más divertidas. Y cómo brilla Ann-Margret lo poco que sale. Memorable Elliott Gould como actor en decadencia que sueña con ser un héroe de acción madurito en plan Liam Neeson.

Se escabulle la serie siempre del lagrimón (véase la escena del funeral, que amaga con ello pero de repente aparece la hija descarriada y, zas, se acabó el drama) y por eso conmueve tanto el único que aparece, tras la visita de Arkin a una lavandería donde aguarda sin recoger un vestido de su mujer. Y se derrumba. La parte más cómica es para Douglas. Al pobre le pasa de todo. Brillante y carismático ante sus alumnos, en la vida real es un desastre que no sabe relacionarse, perseguido por el fisco, con la próstata empujándole al inodoro o al seto cada dos por tres, confuso en su relación con una alumna ya talludita ( Nancy Travis, inolvidable en aquella Asuntos sucios de -¡glubs!- 1990) con un hijo que es un petardo. Literalmente. Al creador, Chuck Lorre, le sobran las buenas referencias: Roseanne, Dos hombres y medio, El joven Sheldon, The Big Bang Theory... Aquí juega a ser un Neil Simon puesto al día y lo borda. Queremos más, Lorre.

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