Un mal día, el corazón le atacó como la airada Moby Dick al capitán Acab y poco supimos más de él. Casi al final dijo que, en el fondo, continuaba siendo un niño que miraba al mar. El sábado, sumidos en el miedo y la incertidumbre de la alerta sanitaria del maldito COVID-19, pasado el alba, llegó otra mala noticia, la muerte de Luis Eduardo Aute, de quien tanto aprendimos.

Supimos, por ejemplo, que una fotografía, como la existencia misma, es alquimia: una imagen en la que dos adolescentes se convierten con el tiempo en desconocidos, pero a los que siempre les quedará la música. Nos llevó al mundo imaginario de Albanta que no era otro lugar que la infancia. Nos paseó por los mares del Sur camino del atolón literario de Vailima por el que iban del brazo Garfio y don Ramón del Valle-Inclán.

A mí también me dieron las cuatro y diez con amores perdidos e irrecuperables. Me dejé pasar por allí, vi luz y no había ningún teléfono cerca, pero resistí la tentación de subir y siempre me arrepentiré. Le pedí a una mujer que no se desnudara todavía, que esperase un poco más, que se quedase con el vestido, las trampas y las flores...; para después plantearme que de alguna manera tendría que olvidarla, aunque me faltasen las fuerzas y fuese muy tarde. Y hasta conocí qué fría es la cera de un beso de nadie.

Muchas veces me pregunté qué coño me pasa hoy, que no consigo saber quién soy. Y supe que es más fácil encontrar rosas en el mar que el sentido de la vida. Ese mar al que miraba un niño y que ya se adivinaba como promesa y semilla de libertad.

Hace tiempo que Aute se nos estaba yendo. Siempre quedarán su música, sus poesías y sus pinturas, el reflejo de la belleza que buscó. Y en la hora de su partida recuerdo que, como nos cantó, solo morir permanece como la más inmutable razón, que vivir es un clavo ardiente, un ejercicio de gozo y dolor...; que en el fondo es estar siempre de paso. Pero él se quedará con nosotros.