Son inteligentes, pero se sienten los más «tontos» de la clase. ¿Cómo no sentirse así cuando no se lee bien, se cometen faltas de ortografía, no se puede resolver un problema de matemáticas porque no se entiende el enunciado o no hay manera humana de memorizar las tablas de multiplicar? Pues eso, tontos. Pasaba hace 40 años y pasa ahora. Ese es su drama. Vivir en una especie de día de la marmota que se ha perpetuado durante décadas. Si tienen «suerte», contarán con un diagnóstico de dislexia que les dará una explicación a esa frustración de «querer y no poder». Si no la tienen repetirán curso las veces que sea necesario y, a la larga, dejará sus estudios convencidos de que les falta inteligencia cuando lo que ocurre es todo lo contrario.

La dislexia no tiene cura porque no es una enfermedad. Es un trastorno, pero la palabra «chirría» a quienes intentan ir más allá de explicar lo que suena en el imaginario colectivo cuando se aborda el tema. Y es que la dislexia es una dificultad en el aprendizaje que afecta la forma en la que el cerebro procesa el material escrito. La dislexia es mucho más que «cambiar letras». La dislexia es «una dificultad de aprendizaje específica de origen neurobiológico. Se caracterizada por dificultades en exactitud y/o fluidez en el reconocimiento de palabras escritas, por escasa habilidad en la escritura y decodificación. Estas dificultades son consecuencia de un déficit en el componente fonológico del lenguaje que es inesperado en relación a otras habilidades cognitivas y la educación recibida».

Las familias de niños y niñas con dislexia y los profesionales que trabajan con ellos quieren dar visibilidad a una realidad oculta. Algunas no tienen inconveniente en salir con su imagen y su testimonio. Otras prefieren el anonimato. Juntaremos sus testimonios al resumir historias similares, preocupaciones idénticas, las mismas reivindicaciones ante la Administración pública y el mismo sentimiento de culpa por exigirles a sus hijos e hijas más esfuerzo y más dedicación cuando desconocían que no es que «no quisieran», es que «no podían» porque, al final, «los críos ven dañada su autoestima». Algunas descubrieron que también tienen dislexia al abordar el problema de sus pequeños. Otras, no cuentan con un caso similar en la familia. Y es que el componente genético está, aunque no es determinante.

Forman parte de la asociación Dislexia y Familia (Disfam), pero hablan a título personal, no como representantes de la entidad. Todas reconocen haber sentido «alivio» tras el diagnóstico. Porque ellas sabían que «algo les pasaba» a sus hijos, aunque la respuesta educativa fuera y es, en la gran mayoría de casos, que son «madres sobreprotectoras de niños inmaduros a los que no les pasa nada más».

Aquí entra la primera puntualización. No hablaremos en términos absolutos porque excepciones hay, centros educativos involucrados también y profesores y también orientadores sensibles al problema..., «pero son los menos, la verdad, y la inmensa mayoría nos sentimos abandonados por el sistema educativo. Las familias no somos el enemigo de la escuela. Y ante la dislexia, familia y escuela debemos trabajar de la mano y eso no ocurre. La nuestra es una pelea constante para detectar el problema, primero, y luego, para que se realicen las adaptaciones curriculares que corresponden».

Cuando un crío tiene dificultades con la lectura y la escritura lo oculta. No quiere ser diferente al resto y no detecta en sus dificultades un problema, así que buscan sus propios recursos para que nadie sepa (ni en el colegio ni tampoco en casa) lo que les ocurre. «Mi hija se aprendía los cuentos de memoria. Son muy inteligentes y muy avispados, así que me engañaba porque se engañaba a sí misma, claro. Y una vez tuve el diagnóstico me sentí desamparada y culpable por exigirle, por reñirle, por pedirle siempre más y más», explica la madre de un niña de 14 años.

Hablan de «desamparo institucional» y lo hacen porque, una vez conseguido el diagnóstico e identificado el problema de aprendizaje, no encuentran respuesta en la comunidad educativa. «Es como jugar a la lotería cada dos años. A ver qué profesor le toca. Si hay suerte, estará involucrado, entenderá el problema y realizará las adaptaciones pertinentes. Si no, uf. Y esto es lo que suele pasar porque la realidad es que en la escuela no hablan y cuando cambia el tutor, la familia debe insistir en el problema de su hijo. Lo lógico sería que el orientador y el antiguo tutor comunicaran al nuevo que ese alumno tiene dislexia, pero no es así. Y cada dos años, otra vez a pelear», explica otra madre, cuya hija tiene 7 años.

Para que los menores con dislexia superen sus dificultades en el aprendizaje es básico que el centro realice «adaptaciones sencillas», en función de la etapa educativa en la que se encuentre, como «dejarles usar la calculadora, más tiempo para los exámenes, no tener en cuenta las faltas de ortografía, sustituir exámenes escritos por orales o no obligarles a una lectura en voz alta en clase», explica una de las logopedas presentes en la entrevista.

Sin embargo, estas adaptaciones «se ven como un privilegio para estos alumnos, una ventaja o un regalo. Y es justo lo contrario. Son adaptaciones para que todos estén en el mismo nivel, pero falta formación y empatía. Por eso no se realizan y por eso alzamos la voz para que el sistema cambie», reivindican.

No hay becas para los niños con dislexia. No hay ayudas. Si reciben «alguna» no es por la dislexia en sí, sino porque el crío tenga, además, por ejemplo, un diagnóstico de TDHA. Tampoco hay un protocolo que le diga a la comunidad educativa cómo actuar ante un alumno con dislexia. Y por último, «pero esencial», falta formación en el profesorado y en los equipos de los orientadores de los centros. «Todo esto coloca a las familias como 'enemigas' de la escuela cuando deberíamos trabajar codo con codo con el profesorado. Como docente puedo decir que hay muchos prejuicios. Hay maestros que ante este problema solo piensan 'uf, más trabajo' y es injusto. Porque tampoco es tanto trabajo, es saber qué ocurre y qué hay que hacer. Falta coordinación y los orientadores no ayudan», explica la madre de un crío de 7 años que es, además, profesora de Educación Infantil.

La pedagoga que participa en el reportaje asiente a su lado. «Si además te acercas al colegio para intentar explicar qué deben hacer o qué necesita el crío porque así te lo pide la familia, se ponen de uñas. A mí me han llegado a decir que lo que quiero es 'sacarle' el dinero a la familia. Al final les acusan de ser exageradas, de pedir 'cosas' que no les corresponden a sus hijos porque las adaptaciones se ven como un privilegio, y son una necesidad para eliminar la desigualdad que sufren los críos con dislexia. Además, si hay adaptaciones tampoco hay un seguimiento para ver si se están realizando», asegura.

Otra de las profesionales que participan en el reportaje explica que los orientadores «no han recibido la formación necesaria porque la dislexia es un tema muy olvidado y hay que trabajarla en cuatro ámbitos: escolar, social, familiar y personal. Son personas súper inteligentes que se sienten las más tontas».

El bilingüismo es para el alumnado con dislexia «una tortura porque para ellos es muy difícil» y, al final, la opción del colegio «es que repitan curso y no hay nada que les pueda perjudicar más». Pero repiten y ya se quedan con una etiqueta que, como todas, es difícil de quitar. «Si no se diagnostica y se realizan las adaptaciones están condenados al fracaso. Se te rompe el alma cuando tu hijo dice 'yo quiero, pero mi cerebro no me deja', y encima en el cole eres la madre pesada», relata.