El ganador

Salvador Illa, el mediofondista del San Pancracio

Licenciado en filosofía, Illa es tan racional como creyente por tradición familiar. Poco amigo de las estridencias en política, de decir una palabra más alta que la otra, pero también severo y contundente cuando toma decisiones dentro y fuera del partido

Salvador Illa, corriendo la Marató de Barcelona el año pasado.

Salvador Illa, corriendo la Marató de Barcelona el año pasado. / EFE

Sara González

Todo mediofondista necesita tener baja frecuencia cardiaca en reposo. Salvador Illa (La Roca del Vallès, 1966), el ganador de las elecciones catalanas, suele estar en las 55 pulsaciones al minuto. Un temple que entrena cada día corriendo por lo menos una hora cuando las calles no están ni puestas, pero que también tuvo que esculpir en su etapa como ministro de Sanidad al frente de la pandemia. En caso de emergencia, lleva unos clips metálicos de papelería en el bolsillo que va deformando para no perder la calma.

Lo mismo va a necesitar unos cuantos ante las tortuosas negociaciones que se avecinan, porque su maratón más compleja es la de convertirse en 'president' de la Generalitat tras tres años sudando como jefe de la oposición y con el fantasma del bloqueo sobrevolando sobre las urnas aún humeantes. La constancia la tiene. Números, también. Pero también tiene al acecho saltadores de pértiga que harán cálculos con la Moncloa.

Tan racional como creyente

Dirigente impávido, defensor acérrimo de tocar con los pies al suelo y fiel a la prosa del jesuita Baltasar Gracián que dice que "la discreción en el hablar importa más que la elocuencia", el aspirante a la presidencia de la Generalitat tiene un San Pancracio en su despacho. Licenciado en filosofía, Illa es tan racional como creyente por tradición familiar. Poco amigo de las estridencias en política, de decir una palabra más alta que la otra, pero también severo y contundente cuando toma decisiones dentro y fuera del partido. También ante episodios como el del 'procés', pese a la misericordia exhibida cuando, empujados por necesidad, los socialistas han defendido la amnistía o tendido la mano a los independentistas para sostener la legislatura en Barcelona y en Madrid.

Su trayectoria ha estado marcada siempre de retos tan inesperados como complejos, por lo que no es extraño que se encomiende al icono religioso de la suerte y la prosperidad a quien se rinde culto precisamente el 12 de mayo, día en que Illa se ha impuesto con 42 diputados -igualando el segundo mejor resultado del partido en unas catalanas- y rozando los 870.000 votos.

Una trayectoria contra pronóstico

Se afilió al PSC en 1995, mismo año en que se convirtió en alcalde de La Roca del Vallès contra pronóstico porque tres meses y medio después de las elecciones murió de forma repentina Romà Planas, quien fuera su mentor político y secretario personal de Josep Tarradellas. Illa ostentó la vara durante 10 años en los que se construyó La Roca Village y con una polémica moción de censura de por medio que no le impidió imponerse tras ella con mayoría absoluta. Llegaría después una etapa de trastienda, como director general de infraestructuras de la 'conselleria' de Justícia primero -hasta 2009- y, después, como director de gestión económica del Ayuntamiento de Barcelona durante la alcaldía de Jordi Hereu y coordinador del grupo municipal del PSC ja con Jaume Collboni en la oposición.

Vino entonces el segundo cargo imprevisto, el que puso rumbo a su regreso a la primera línea: el de secretario de organización del PSC. Era la madrugada del 6 de noviembre de 2016, en pleno pulso entre Miquel Iceta, entonces líder del partido, y la alcaldesa de Santa Coloma, Núria Parlon, para confeccionar la ejecutiva. Solo con el nombre de Illa pudo haber consenso y acabar con el fuego cruzado en una etapa de convulsión para el socialismo: el 'procés' había hecho mella en sus filas y en sus resultados electorales, y el PSOE estaba abierto en canal con la defenestración de un Pedro Sánchez que justo empezaba a estrenar su manual de resistencia.

Urdidor de pactos

Labrar la tierra con sus propias manos para recoger sus frutos es otra de las pasiones de Illa, un trabajo de huerto aplicado también en la política. Tras el convulso otoño de 2017, en el que participó en manifestaciones de Societat Civil Catalana contra el 1-O, se puso manos a la obra desde la fontanería del partido con un objetivo claro entre ceja y ceja: romper los bloques. En 2019, estuvo en la cocina tanto del pacto del PSC con Junts para gobernar la Diputación de Barcelona como en los fogones de la jugada con la que Ada Colau arrebató la alcaldía a ERC de la mano de los socialistas y el pacto con Manuel Valls. Meses después, Sánchez le confió la negociación con los republicanos para garantizar su investidura a cambio de la mesa de diálogo.

Tras esos tres éxitos, el presidente del Gobierno le echó el ojo y, sin que constara en ninguna quiniela, lo convirtió en su ministro de Sanidad y, casi sin poderlo digerir, cayó a plomo sobre él la gestión de un virus sin precedentes. Fue entonces cuando retomó la actividad de correr y estrechó los vínculos políticos y personales con él. A tal velocidad, que apenas había pasado un año cuando, mientras llegaban las primeras vacunas contra la covid, Sánchez le pidió de sopetón que fuera él y no Iceta el candidato en las elecciones catalanas de 2021. Entonces ganó, pero no fue suficiente. Los independentistas sumaban, y sumaron.

La meta de la Generalitat

Así que empezó una contrarreloj en la que ha ido tomando ventaja mientras ERC y Junts se dividían cada vez más. Cuanta más bronca entre independentistas, más mano tendida del PSC, que se ha desbrozado la vía del pacto a derecha e izquierda con los unos y con los otros y dando a Pere Aragonès la estabilidad que le negaron sus exsocios. Todo, con un programa con guiños tanto al obrero como al patrón. Esta vez, la victoria de Illa es contundente, aunque para acanzar la meta de la Generalitat aún le queda un duro esprint no exento de riesgos.

Como San Pancracio, promete salud y trabajo sin salir del marco del Estatut. Arremangarse por las 'cosas del comer' y los servicios públicos y no por referéndums y confrontaciones. Porque él no es un Killian Jornet y sus maratones pueden ser largas y cuesta arriba, sometidas a inclemencias meteorológicas y a riesgo de lesiones, pero tienen tierra firme y un trazado definido que marca sus límites como mediofondista.

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