-Nací en La Coladilla (Vegacervera), que está más cerca de Aller que de León. Mi padre era gochero -como el abuelo y el bisabuelo- y mi madre labradora. El pueblo de arriba era de escabecheros y limpiaban el escabeche con la cola del caballo y no pasaba nada, ni virus ni nada.

-¿Cuántos eran en casa?

Hijos, cinco; yo, el segundo. Y los viejos. Crecimos bajo el manto de mi abuela materna -que tenía la casa pegada- y de mi madre, cuando no estaba arando o trillando. Dormir, dormíamos con mi madre, menos uno que quedaba con la abuela.

-¿Cómo era la abuela?

Buenísima. Se llamaba Mariona. Murió de repente, a las cinco de la mañana. Sonaron las campanas. «¿Quién murió?» Mariona. «Fue de noche porque de día no la habrían dejado ir para allá». Mi hermano Ezequiel estaba con ella.

-¿Y su madre?

Ah. Isabel, la pequeña de seis hermanos. Carretaba carbón. Alegre, trabajadora, limpia, sabía de todo: coser, tejer, remendar... Hacía un pan con harina de Rusia que aquello era... Para los milicianos. En la guerra pasaron nueve meses aquí en Asturias en casa de Corsino y Adela. Aller era zona nacional. Mi abuela, con 80 años, mi tía, con cuatro hijos y embarazada, un carro, dos vacas y la yegua. La abuela tenía labranza y lino, pero después de la guerra no le quedó más que un San Antonio y una Santa Teresa que le trajo mi tía de La Habana. Las llevaron por los dos lados. Primero decían que eran fachas porque tenían un tío cura que dejó un montón de libros escritos a mano encuadernados en piel de gocho, que los quemó mi madre porque estorbaban en casa. Por el otro, decían que eran comunistas peligrosos para «la nueva España» porque un tío mío, Amador, alcalde de barrio, un día fue a un mitin a Santa Lucía y dijo «va a haber "selecciones" y hay que votar a las izquierdas porque en Rusia se trabaja ocho horas en la mina». Entonces se trabajaba doce horas, todos los días, salvo domingos. Amador no sabía lo que eran las izquierdas ni las derechas. Estuvo siete años preso en Burgos, con su cuñado Félix.

-¿Cómo era su vida en el pueblo?

Íbamos a la escuela. Conservo de la escuela (trae la pizarra, un cuaderno y un libro), el ordenador, el rayas y el catón. Soy muy conservador, sobre todo de la familia y de los amigos. Cuando estábamos malos mi madre nos llevaba una yema batida con Sansón (vino quinado). Hambre no pasamos porque teníamos tierra, gochos, ovejas y cabras, pero necesidades? El pueblo tenía sesenta vecinos. Ahora quedan cinco o seis, pero no está muerto porque hay fábrica de quesos, embutidos, yogures con fama en el mundo entero. Van a hacer un obrador para dulces. Me quedan dos tíos. Una tía especial, Agripina, que siempre me quiso mucho. Tengo habitación en su casa hasta que me muera. Como estoy soltero? Le dio mucha pena que marchara de casa con 9 años.

-¿Por qué marchó?

Mi padre tenía unos amigos en Boñar, Quintín y Petra, de Arintero (Valdelugueros), que habían sido indianos y no tenían hijos. Eran los dueños de Casa Quintín, un buen bar en un pueblo que tenía unas ferias de aquella? Fui a pasar ocho días y estuve seis años. Llegué el 7 de julio de 1956 para cuidar unas vacas de una finca que estaba cerrada. No conocía el camino, pero las vacas me traían y me llevaban. Acabó el verano y les dijeron a mis padres «deja que vaya a escuela aquí», y uno por otro. Quedó ciego el paisano y antes de morirse me dejó una pluma de oro, un reloj de oro que trajo de La Habana, una colcha, una fotografía y 133 pesetas. Me vestían y me calzaban y dormía y todo con ello. Eso fue lo que gané en seis años. Los quiero muchísimo. Vine a Candás sin despedirme de ellos porque decir que me iba era como si cayera al Nalón. Tengo amigos de Boñar que no me olvidan.

-¿Qué tal llevó los primeros días sin madre ni abuela cerca?

Muy mal. Lloraba cuando no me veían y me acordaba muchísimo de mi madre por la noche. Pero no me pesa. Me trataron muy bien.

-¿En Boñar se vivía mejor?

Bueno? Boñar era grande, igual tenía trescientos vecinos. Íbamos a escuela de siete a diez de la noche, entre cincuenta y sesenta chavales, y el maestro nos decía «callarvos, sentarvos y estarvos quietos». Y palos... tela. Primero fuimos con don Porfirio, que le hacían burla, pero vino don Emilio Puente y nos puso a vivir, dio caña a tiempo a los cuatro generales de la clase y les dijo: «Aquí mando yo». Me quiere don Emilio? que viene a verme. Había que pagarle 10 pesetas al maestro. Yo estaba todo el día con las vacas, en el monte. Buscaba chatarra, que Simón, el chatarrero, pagaba a 7 pesetas el kilo, una fortuna. Compré una Enciclopedia Álvarez que me costó 49 pesetas y tengo como oro en paño. El gallinero en el cine de Boñar valía 2,50. Vi películas del Oeste. No tenía perras para ir a ver «Los diez mandamientos» cuando la echaron en León.

-¿Y en el bar?

Cuando había feria trabajaba. Estaba de traime: «traime esto, traime lo otro».

-¿Tenía tiempo para pasarlo bien?

Sí, para robar fruta en las huertas -más cuanto más rico era el dueño-, pero nunca rompí una caña. Y en el monte, cuando estábamos con el ganado, había más motriles de los pueblos de cerca y de Palencia. También coincidíamos a la hierba. Había trilladora eléctrica de los socios. En septiembre y octubre, patatas. Jugábamos al tren, al escondelerite.

-¿Era buen niño usted?

Muy bueno. Mi padre no quería que la armáramos. «Si la armáis no sois hijos míos, ahuecai el ala». Le tenía mucho respeto, no miedo. «Ezequiel el sordo», le llamaban. Por parte de mi padre somos todos como tapias. A mí me tocó esa herencia.

-Creció casi sin ver a sus hermanos pero luego coincidieron aquí.

Vine con 15 y a los dos años llegó el pequeño, Isidoro. Y otros dos después, Ezequiel, el mayor, a trabajar a La Nervión, montajes, a Avilés... de maquinista. Luego a Ensidesa.

-¿Cómo vino a dar a Candás?

En un tiempo en que los gochos no valían nada, mi padre trabajó en la mina La Carolina, en Villar del Puerto, tres años, con un señor de Candás, Alfredísimo, de los helados Hermanos Helio. Se hicieron muy amigos. Cuando hicieron el pantano en Boñar se perdió mucha vida y el ganado desapareció. Mi padre vino a ver a Alfredísimo, le habló de mí y convinieron que lo mejor sería que entrara a trabajar en un bar. Hablaron con El Cubano en septiembre. En octubre, día de San Froilán de 1962, vine aquí.

-¿Cómo fue su primer viaje fuera del pueblo?

Me llevó a la estación de Ciñera de Gordón una furgoneta de Vitorino Alonso, el padre, que transportaba mineros. De ahí a Villabona, donde partía el tren a la mitad, para Gijón y para Avilés. Avisaba el revisor. Era la primera vez que montaba en la Renfe. Mi madre me decía «cuidado con el tren que a un chiquillo le cortó la cabeza y a otro los dedos». Vine sin mover ni la vista para los lados, muy nervioso. Traía una maleta de madera que había ido a La Habana en 1923 con un tío mío. Perdí la llave y tuve que romper el candado.

-¿Sabía adónde venía?

No sabía si era «Candas» o «Caldas» y una señora me dijo «va a ser Cangas de Onís». En Avilés me esperaba mi prima Tere, que estaba casada, fuimos a su casa y de tarde me bajó a Llaranes a coger el tren, el Carreño, hasta Candás. Nos llevó hasta el Helio Laura, una nieta de «Antón de Coleta». Nos recibieron Clara e Isabel, que son como mi familia, hermanas, Isabel, la mujer de Alfredísimo, y Clara, la cuñada. Me dieron de cenar, dormí en su casa y al día siguiente empecé a trabajar en El Cubano. Nunca había visto la mar.

-¿Qué le pareció?

Me bajó Fernando el del Helios al muelle y me dijo: «Esto es la Campa Torres, aquello Luanco». Vi unas luces y pregunté: «¿Y esos pueblos del medio?». Eran barcos que están pescando. Pensé que el mar era como el pantano de Luna pero más grande.

-¿Cómo le fue con El Cubano?

Me dijo Alfredo: «Tiene mucho genio pero es buena persona». Era verdad. ¡Daba unes voces! Me hizo llorar mucho, pero se lo agradezco porque me educó. Yo no sabía nada. Lo primero, lavar los vasos, que me reventaban las manos de sabañones en invierno. Ahora no hay sabañones. Picaban en la cama, tela. La casa estaba encima. No salía de aquí. La mujer también era buena. Vivían también el hijo, Laureano, con su mujer y una hija. Luego tuvieron otra, María José, ahijada mía, que me quiere muchísimo. Al hijo no le gustaba el bar. Las cuñadas de Laureano me ayudaron mucho, sobre todo Carmina «La Sampedrina».

-¿Por qué?

Porque no sabía nada. Una vez un señor viejo de Gijón me preguntó por el inodoro y le contesté: «No tenemos, señor, tenemos piña, melocotón». ¡Vaya cachondeo a mi costa! Otra vez me pidieron una docena de bonitos a la plancha. No sabía lo que era un bonito. Castor me dijo «pon 12 docenas de salchichas, bueno, pon 14 por si vienen algunos más». Y El Cubano unes voces? «¡Tonto, que te están tomando el pelo!». Venían los marineros viejos de Candás, entrañables.

-¿Cómo era Candás entonces?

Tendría 5.000 habitantes; ahora, 8.000. Había marineros, Ensidesa y las mujeres a la fábrica. Un pueblo de millonarios. Costaban los pisos 90.000 y 110.000 pesetas. Pagaban unos 90 y otros 120 al mes. Los hizo don Ángel Rodríguez, muy amigo mío, muy buena persona.

-¿Se acostumbró pronto a Candás?

Me acogieron con los brazos abiertos. Valía la sidra 4 pesetas. Ochocientas pesetas de sueldo y propinas. Ganaba más de propinas que de sueldo. Las tres primeras pesetas que gané me las dio Manolo Tascón y las tengo guardadas como oro en paño. «Pa'l coreanín».