Fue ya en la recta final de la sesión cuando las cosas se pusieron serias, al menos en el tono y los gestos del presidente del Gobierno regional, Javier Fernández. Tocaba hablar del que hasta hacía pocas semanas era el intocable, el padre político. Y había que renegar de él con la suficiente vehemencia como para recuperar, al menos en parte, la maltrecha credibilidad del PSOE.

Javier Fernández, con voz grave, echó toda la carne al asador y puso su propio patrimonio de honradez personal como aval de la limpieza de intenciones del PSOE. "Tengo 66 años. Soy una persona normal, con familia y amigos. Podré resultarles más o menos simpático, mejor o peor jefe del Gobierno. Pero les digo que tengo el coraje, la fuerza y la autoridad moral para mirarles a los ojos a todos los asturianos y garantizarles que este presidente será implacable con la corrupción, lo mismo si se trata de desconocidos que del compañero más próximo y del que menos se lo espera".

El presidente apeló a la tradición de los socialistas que en el siglo XIX impulsaron el movimiento obrero para asegurar que el PSOE, desde sus inicios, ha encarnado la honradez y la defensa de la justicia. Recordó a aquellos primeros militantes que se exigían a sí mismos no sólo honradez, también "ejemplaridad" - "si Manuel Llaneza levantara la cabeza, se llevaría un soponcio", decía después la popular Mercedes Fernández- y anunció que va a exigir la misma conducta impecable a sus correligionarios. Porque el corrupto, dijo, "no es sólo el que incumple la ley para lucrarse; también el que quiebra los principios que proclama al tiempo que esquiva las normas y se embosca en el recoveco legal", o el que, por ser representante público, "cree tener derecho a manga ancha". En esos supuestos se encuadra, sin duda, la "fortuna oculta" de Fernández Villa, de 1,4 millones de euros.

Antes de amputarse el brazo del viejo líder minero (al que presentó como una inesperada excepción en el socialismo asturiano), el presidente había tejido un relato con tintes épicos, bien narrado, y en el que fue soltando a unos y a otros tirones de orejas y hasta regañinas, como cuando desgranó sus críticas al presupuesto estatal mirando a la cara a los diputados de la bancada popular. "Será que puña porque está en un atolladero", decía alguno del PP, después en los pasillos, asombrado por la dureza de los ataques de Javier Fernández.

El presidente presentó a los suyos como un grupo de valientes guerreros que defienden las murallas del Estado del Bienestar ante el acoso de los neoliberales ("en plena recesión es más necesario almenar una sólida defensa de los derechos y servicios sociales"; el consejero de Economía "se implicó hasta el tuétano" en la crisis de Tenneco; la de Agricultura "batalló" para conseguir que se reconociera la singularidad de Asturias; y todo lo que hicieron -desde inaugurar dos hospitales hasta mantener el salario social, que superará los 80 millones de euros este año- lo lograron "menguados de recursos, con las angosturas de los techos de déficit"). En contraste, Fernández pintó al PP como palmeros del Gobierno central (aunque le agradeció su apoyo a los créditos presupuestarios), llamó a Foro tejedores de literatura barata (en referencia al tan traído y llevado "pacto del duerno"), o irresponsables que se enrabietan porque no sale adelante una reforma electoral y dejan a los asturianos en la estacada, sin presupuesto, (en alusión a UPyD y a IU). Y tras repartir esta leña (tal como señaló después el portavoz de la coalición, Aurelio Martín) Javier Fernández les pidió que alejen de sí las tentaciones electoralistas y se sienten a negociar por el bien de todos el presupuesto de 2015. Al final, el presidente, con el pelo bien peinado, con tono pausado y convincente, dejó claras dos cosas: que quiere diferenciarse del PP ("porque la ideología existe; no somos en absoluto lo mismo") y que aspira a "sellar las grietas" de la estructura política, "ocasionadas por la desigualdad y la corrupción".