Hace muchísimo tiempo, quizás a finales del siglo XIX, la gente que quería dedicarse a la política, a raíz de inventarse los partidos, tenía que promocionarse recurriendo a métodos hoy risibles. Recorrían pueblos y ciudades como titiriteros declamando en los cafés, en los locales donde se representaban obras teatrales, en los establos, desalojadas las bestias y sustituidas por los ignaros paletos, o en plena plaza pública, volviendo a los los orígenes del ágora. Contaban que, en alguna de aquellas ocasiones, convocado el pueblo, desconocedor de su soberanía, un candidato comenzó a perorar subido a una silla o un tablado. Tras las primeras frases interrumpió un vozarrón llegado desde el fondo: «¿Hay controversia?». El orador guardó unos segundos de silencio, que dieron lugar a la repetición: «¿Va a haber controversia, o no?» . Esta vez aseguró que, al final, habría preguntas y controversia. Vertidos todos los tópicos que prometían mil venturas al pueblo, el protagonista, se dirigió hacia las profundidades: «Como he prometido, hay controversia: ¿qué tiene usted que decir?». La respuesta fue muy breve: «¡Hijoputa!» Allí acabó el mítin.

Hoy hemos avanzado mucho y es posible decir lo que se quiera en público, a través de la prensa, los medios radiotelevisivos, los correos electrónicos y cualquier sistema de transmisión, y no sólo enjuiciar la moralidad de la madre del oponente, sino extender la amplia gama de ofensas, donde van incluidas la calumnia, la mentira y la agresión al honor de cualquiera. Recibe el nombre de derecho a la libertad de expresión y es contemplado con absoluta indiferencia por jueces y demás autoridades.

Algunos medios han dedicado extensos espacios a un problema íntimo que atañe, en este caso, a personas que he tratado y conocido muy bien; gente de mi afecto fraternal. No son mis sentimientos ni el caso específico lo que me hace referir este caso, sino lo que tiene de naturalidad que se arrase la existencia privada tal y como hoy se lleva a cabo. En alguna ocasión he visto parte de uno de esos programas estrella que alucinan a la audiencia, donde unos desaprensivos -algunos se llaman periodistas y puede que estén titulados, lo que no es patente para nada- urden el espectáculo con personas necesitadas, dispuestas a rebajar la dignidad hasta el último escalón. Todo mediante retribución, acosadores y acosados. Poco que objetar, si se dispone de estómago suficiente para soportar esa ignominia. Pero el hábito se extienda a muchas otras esferas, y de ahí este personal comentario.

La historia es la siguiente: un matrimonio, en segundas nupcias, entra en fase oscura. Son personas acomodadas, de la aristocracia, con sólida fortuna. El esposo, hay que decirlo todo, era alcohólico, tomada esta desgracia como una enfermedad de cuidado. Se cruza en el camino una vampiresa rubia que trastorna la cabeza del cónyuge y abandona el hogar, no de forma ostentosa, sin desatender económicamente, no sólo a la segunda -por cierto, muy bella esposa- sino al hijo primogénito de un primer matrimonio, mozo de veintitantos años. La residencia es una espléndida finca en la llanura de Albacete, donde caen las horas y los días como gotas de plomo derretido. Entre los abandonados surge un ramalazo sentimental y llega el momento de recordar aquello de que tire la primera piedra quien esté completamente libre de la tentación. O sea, que ese privadísimo problema es asunto de dos, o de tres o cuatro personas.

Fue una situación transitoria que duró varios meses y que sobre los viejos cimientos de un gran amor pasado recompuso la vida en común, también decisión personal e intransferible. Para completar el esbozo, un perfil somero de los personajes: él, aparte la maldición de la bebida era -falleció hace unos años- uno de los hombres más atractivos, cultos, inteligentes y generosos que he conocido. Heredado un buen patrimonio, supo multiplicarlo con hondo y prudente conocimiento de las finanzas internacionales. Reconoció el tesoro de la propiedad rural -una de las mejores fincas de caza menor de España-, ejerciendo un oficio ennoblecido: el de labrador. Instaló en aquellas yermas tierras el riego por «pivots», encontrando el agua que hay en todas partes a cientos de metros de profundidad, pero que, como otros vecinos de esa Mancha que era un erial, hizo reverdecer, recogiendo buenas cosechas. La esposa, reincorporada al cariño y el cuidado del marido, seriamente enfermo, le secundó con trabajo e imaginación en las tareas de la cría de ovejas, fabricación de quesos que están teniendo éxito, y un proyecto de viñedos que allí no existían. Mujer de la alta sociedad, se calzaba botas de caucho y guantes adecuados para plantar y cuidar flores y frutos, alhajando la casa, convirtiendo lo que fue exilio momentáneo en norma de vida cotidiana, apoyada por sus hijas supervivientes. Habiendo repartido su vida entre Nueva York. Biárritz, Davos, Londres y conocido buena parte del mundo, esta señora ha logrado convertir en rentable una finca que su anterior propietario, el marqués de Larios, tuvo para agasajar a sus amigos cazadores.

El comportamiento del hijo, a quien también conocí en aquellas épocas, decepcionante. Se ha transformado en un vago presuntuoso; sólo vive para reclamar la hacienda de su padre, que le tenía en muy poca estima, difamando con rastrero estilo a la persona que había sido sumamente generosa con él. Quiere competir con los hijos de Abelló, de March y otros potentados, de lo que se quejaba el padre, considerándose muy alejado de aquellas fortunas. Ahora pleitea y habría que esperar la equidad del juez que entiende en el asunto.

Pero el derecho, el ejercicio de la calumnia, el deshonor, el daño moral y patrimonial que puede producirse públicamente parece implícitamente incluido en esa birria de compendios que es la Constitución. Así nos va. ¡Ya lo creo que hay controversia!

eugeniosuarez@terra.es