Finalizó 2009 y el concejo de Carreño lo hizo como empezó, con la pérdida de grandes personajes ligados a la microhistoria, a veces también a la macrohistoria local. Agustín Santarúa y José María Peláez, «Peltó», son algunas de esas personas que evidenciaron durante años con sus iniciativas la tradición marinera candasina. Peltó compartió con su amigo Santarúa las aventuras románticas emprendidas por el candasín. Las alboradas interoceánicas, la Cofradía de la Buena Mesa de la Mar, el Museo de las Anclas de Salinas y la defensa a ultranza de que la novela «José» de Armando Palacio Valdés describía los paisajes y paisanajes de la capital carreñense en sus capítulos son algunas de las travesías en las que, pese a los ciclones, navegaron juntos.

Personalmente, echo de menos, la falta de un reconocimiento oficial en Carreño a personas como Santarúa y Peltó, que sempiternos idealistas y enamorados de la mar hicieron posible que el nombre de Carreño y de Candás traspasase fronteras internacionales gracias a su ilusión y la querencia a esta tierra como su único acicate.

Sin ir más lejos, Peltó colaboró con la revista cultural del ámbito de la Comarca de Peñas, «Remanecer», hasta dos semanas antes de su fallecimiento (en el mes de noviembre), en lo que fue sin duda su última entrevista. Trabajaba entonces recabando apoyos para que una calle de Gijón recibiese el nombre del doctor Francisco de Borja Cienfuegos-Jovellanos González-Coto (1904-1989), quien entre los muchos méritos de su dilatada vida profesional figuraba el de haber desempeñado de forma altruista tareas de médico en el Pósito de Pescadores de Gijón.

Peltó nos rememoraba como ya lo había hecho en otras ocasiones anécdotas y avatares como la que vivió en agosto de 1962 en una de sus inmersiones frente a la punta de La Vaca de Luanco, en que se le apareció un extraño pez plateado con forma humanoide. Cada vez que recordaba aquella «bestia» de más de dos metros de altura le afloraban temores hasta el punto de que había prometido que nunca más volvería a sumergirse en aquellas aguas, cerca del lugar denominado La Cuevona, donde había quedado sumergido el barco vasco «II Chacartegui».

En otros casos nos desvelaba los lugares más seguros para fondear en los entrantes marinos de la costa asturiana y de los que estaba seguro habrían servido en otras épocas como guarida de bucaneros y piratas. Nos describía los bajos submarinos o petones que como auténticos muros impedían las corrientes y remansaban las aguas hasta convertirlos en inmejorables lugares para echar las anclas.

También nos detallaba los entornos de naufragios como los de aquel barco con varias toneladas de piedra labrada para construir una iglesia que, viniendo de Galicia, naufragó en la costa occidental asturiana, o aquellos otros lugares submarinos que parecían tener un cierto magnetismo para atraer los rayos de las tormentas, entre los que citaba las proximidades de la Concha Artedo, de la cual nos daba fe que allí, pese a la leyenda popular y tras varias inmersiones suyas, «no había ningún submarino alemán de la II Guerra Mundial». De las conversaciones con Peltó hace dos meses reproducimos algunos párrafos en los que nos daba cuenta de los barcos hundidos en la costa asturiana y que a lo largo de varios años fue adquiriendo para su desguace. Muchos de ellos -varios todavía intactos con la carga- forman parte hoy de los restos arqueológicos submarinos de nuestro litoral.

De su particular mapa pudimos saber que «el primer barco hundido lo compré en 1958 a la viuda e hijo de Fermín Palicio Álvarez, de Bañugues, la primera empresa particular de buzos que hubo en Asturias. Y de él seguí yo el ejemplo. Se trataba del buque "Retuerto", que estaba hundido detrás del muro de San Esteban de Pravia». Desde entonces Peltó llegó a adquirir, en unos casos a las navieras y en otros a las casas aseguradoras 37 pecios diseminados en las profundidades del mar entre Figueras y el faro de Bilbao, de ellos 18 en Asturias. «Compré barcos hasta 1994; el mayor, uno hundido frente a las costas vascas de 350.000 toneladas. Hay barcos que no toqué, uno frente a Lastres, a 12 metros de profundidad, al nordeste del puerto, y otro cargado de ferromanganeso, el "Islas Canarias", a la altura de Llanes, también a 12 metros. De éste saqué el motor, el eje de cola, la hélice y las anclas. El casco está entero, igual que la carga».

A lo largo de sus muchos años de profesión vivió escenas curiosas como el hecho inexplicable ocurrido en la costa gallega, cuando «mi equipo vio pasar frente al barco a gran velocidad y a ras del mar un objeto metálico en forma de puro sin que pudiéramos saber de qué se trataba». También las hubo misteriosas, como la desaparición de la mercancía de un barco hundido en las profundidades de la costa oriental asturiana. Se trataba de varias miles de toneladas de un mineral muy cotizado en los avances tecnológicos. Algunas noches se habían visto luces en el lugar y una vez adquirido el pecio, cuando los hombres rana bajaron a comprobar el estado del barco, sus bodegas, aunque cerradas, estaban vacías. Siempre le quedó la duda de si aquel cargamento fue expoliado por el navío de otro país dotado de medios mucho más sofisticados.

Peltó, que llegó a salvar del mar a numerosas víctimas, trabajó en una gran parte de los puertos asturianos, como los de Avilés, Luanco, Candás o El Musel. Mediante sus distintas embarcaciones auxiliares como el «Cortegada», llevó a cabo reparaciones, extracciones, succiones de arena..., de ahí que conociese como nadie las características del frente costero de nuestra región. De Peñas destacaba, por ejemplo, que su entorno es un auténtico parque submarino y pedía encarecidamente para el mismo una protección. Se lamentaba de algunas de las voladuras y extracciones que se llevaron a cabo en su tiempo, cuando aún no había una cultura sobre ese tipo de arqueología. Cañones y otras piezas de época acabaron convertidas en chatarra; «con lo que se vendió, se podría hacer ahora el mejor museo del mundo», aseguraba.