Manuel NOVAL MORO

Acertó José Ignacio Rodríguez Díaz cuando, en el pregón de El Carmín de 2005, dijo que la romería de Asturias era una superviviente, una fiesta que superaba todos los cambios y los obstáculos que se le pusieran por delante. Porque El Carmín, en sus más de 300 años de historia, pasó por muchas etapas y experimentó muchos cambios, y hasta tuvo que hacer frente a tendencias desagradables, y en todos los casos salió airosa.

En las últimas décadas afrontó sucesivos traslados de sede motivados por el crecimiento urbanístico de la villa, del Castañeu Llanu, la finca donde ahora están los colegios de primaria, al prau de la Venta la Uña y, tras un paso breve por una finca de la carretera de Gijón, a la sede actual en los campos de La Sobatiella. Pero los cambios más sustanciales llegaron por otro lado, por las costumbres.

Juan Rodríguez, de la asociación de Amigos del Camino de Santiago recuerda, por ejemplo, que «una de las mejores cosas que tenía el desfile eran las bandas de música; algunos años llegó a haber hasta siete, y ahora no sube al prau ni la de la Pola; es una pena, porque llamaba mucho la atención». Ahora suben charangas, pero ninguna banda de música, y Rodríguez cree que sería una buena idea tratar de recuperarlas de algún modo.

Pero no sólo por esta parte ha habido cambios en la música. En los años ochenta se instauró una costumbre que dura hasta hoy y que supuso también un desvío muy importante de las tradiciones. La gente comenzó a echar agua a los romeros desde los balcones. Esta costumbre surgió en la calle Florencio Rodríguez, casi por generación espontánea, pero cuajó de tal manera que ya forma parte inseparable de la fiesta.

El agua, que para los jóvenes especialmente es uno de los momentos más divertidos de la fiesta, cambió la forma en que se baja del prau. Hasta que cuajó esta nueva moda, la costumbre dictaba que las charangas recorrieran el prau en busca de los romeros al oscurecer, y todos se dirigían a continuación hacia el centro de la villa en un desfile que, para muchos, estaba considerado el momento álgido de la fiesta. Con la nueva costumbre, las charangas se encontraron con problemas para desfilar, porque corrían el riesgo de que el agua estropeara sus instrumentos. Finalmente, el desfile de bajada terminó por desaparecer. El hecho de que el agua diera al traste con este desfile ha convertido a muchos polesos en detractores de la nueva costumbre (aunque ya no es tan nueva, ya que tiene cerca de treinta años, y muchos jóvenes ni siquiera conocieron los usos anteriores).

Esto fue un cambio en la forma de concebir la fiesta, bueno para unos, malo para otros, pero hubo otras prácticas que, esta vez sí, todos consideraron muy negativas, que hicieron peligrar verdaderamente la fiesta de El Carmín. Sucedió en los años noventa. No se sabe cómo, un año varias pandillas iniciaron una guerra de comida, y comenzaron a volar por todas partes restos de la merienda.

Esta práctica atentaba poderosamente contra la convivencia, y a algunas personas, sobre todo a las de cierta edad, les empezó a resultar incómodo y desagradable estar en el prau. No fue anecdótico, puesto que al año siguiente las guerras de comida continuaron ante el enfado de un buen número de romeros.

Fue en estos momentos cuando se empezó a demostrar que El Carmín sabía enfrentarse a sus propias dificultades. Al tercer año, los polesos pusieron en marcha una campaña para arrancar de cuajo esta mala costumbre. Hasta hubo peñas que llevaron en sus camisetas lemas en los que instaban a conservar la comida en su sitio.

La ex concejala Pilar Domínguez recuerda que estuvo «a punto de dejar de subir» por el mal ambiente que se creó, pero recuerda que «se pusieron contenedores y se mentalizó a la gente y se frenó». Desde aquellas campañas, lo normal cuando alguien hace ademán de iniciar una guerra de comida es que la gente que tiene a su alrededor le brinde un sonoro abucheo.

Aquello caló muy hondo entre los polesos, que todavía hoy, cuando hace ya muchos años que se ha desterrado la costumbre de arrojar comida, apelan, cuando surge algún problema, al espíritu de convivencia, de unión y de lucha contra los malos hábitos que surgió entonces.

«No era normal que la gente anduviera tirándose comida, eso no está bien, sobre todo porque iba contra la gente mayor, que disfruta mucho de la fiesta», dice Pedro García, de la Peña'l Troncu, formada por jóvenes de en torno a los 25 años.

En los últimos tiempos, El Carmín tiene un problema algo más complicado de resolver: lo que se da en llamar «morir de éxito». Por más que haya quien critique los cambios en las costumbres y el atentado a la tradición, la fiesta ha seguido creciendo y cada vez tiene más aceptación. Cada año son decenas de miles de personas las que se acercan a Pola de Siero a disfrutar del lunes del Carmín, y esto ha hecho que el prau de La Sobatiella, que durante años se dijo que era el espacio ideal para la romería, se quede pequeño. La abundancia de gente ha hecho que se resintiera la convivencia, y ha impedido, por ejemplo, que continuara una de las señas de identidad y motivo de orgullo de los polesos: la convivencia pacífica de todas las generaciones, desde los abuelos hasta los nietos, en el mismo espacio.

Últimamente se ha dividido en dos partes. A la derecha de la entrada hasta el fondo, para la gente más joven, y la de la parte alta a la izquierda, para familias y peñas de más edad. Esta división ha sido casi natural. Por motivos obvios de comodidad, la gente más tranquila se ha ido separando irremediablemente de las zonas más agitadas. Antes de las aglomeraciones, había suficiente espacio para la convivencia, hoy no lo hay. Por eso, una de las intenciones del presidente de Festejos, Jenaro Soto, es ampliar la romería con accesos adecuados a prados adyacentes.

Uno de los signos que indican que El Carmín ya no pertenece del todo a los polesos es, por ejemplo, el cambio en la costumbre del atuendo.

La tradición dictaba que el «uniforme» de El Carmín eran la camiseta o polo blanco y el pañuelo azul al cuello, mayormente con pantalones vaqueros. Era concebible que mucha gente no quisiera adherirse a esta costumbre, pero que el que quisiera vestirse de romero lo hiciera así, de igual modo que en San Fermín se visten de blanco y con pañuelo rojo. Sin embargo, en los últimos años se ha impuesto la costumbre importada por las peñas de fuera (los polesos siguen fieles al atuendo de siempre) de aparecer en la romería con camisetas temáticas: de un color distinto y con una leyenda casi siempre humorística. Esta moda desvirtúa en cierto modo la uniformidad de El Carmín, pero la fiesta ha crecido tanto que parece difícil hacer volver a tanta gente a una tradición que, en cierto modo, ni les va ni les viene.

Juan Rodríguez echa de menos, asimismo, viejas costumbres desaparecidas, «como la de soltar globos de papel, que era preciosa y podría recuperarse, o los bastones de colores que se vendían a la entrada». Hace décadas que todo eso se sustituyó por collares fluorescentes, a los que, todo hay que decirlo, nadie hace ascos.

El caso es que la fiesta ha evolucionado, crecido y experimentando grandes cambios, pero bajo todo eso siempre hay un fondo que engancha a cada vez más personas. Sean cuales sean los hábitos del momento, la gente sigue diciendo que «sí, sí, sí, esto es el Carmín».