Está más que claro que el nuevo director artístico del teatro Real de Madrid, Gérard Mortier no va a dejar a nadie indiferente con su programación. Podrá gustar más o menos, tendrá mayor o menor polémica, pero lo que es seguro es que, desde el inicio, ha conseguido centrar los focos en el coliseo madrileño. Corre el peligro de la sobreexposición mediática que puede pasar factura si el proyecto no acaba obteniendo un respaldo popular a corto plazo, aunque, eso sí, tiene dos armas para sacar adelante sus propuestas: un presupuesto más que notable financiado en su mayor parte con los impuestos del Estado -o sea de todos los contribuyentes- y una experiencia y prestigio internacionales que, desde el minuto uno, han colocado al Real en la «Liga de Campeones» europea desplazando el centro de atención de otras temporadas españolas que pujan por dar un salto de nivel que, por diversas razones, no acaba de llegar.

La pretemporada del mes de septiembre se quedó en tablas -a un sólido y sensacional teatralmente Eugenio Oneguin de Chaikovski firmado por Dmitri Cherniakov le siguió un decepcionante, y un tanto de saldillo, Montezuma de Carl Heinrich Graun- pero en octubre el director artístico belga ya ha puesto las cartas sobre la mesa con una deslumbrante Ascenso y caída de la ciudad de Mahagonny de Kurt Weill. Estoy seguro que no ha sido casual esta elección para marcar el cambio de rumbo. El desolador, reivindicativo y un tanto nihilista libreto de Bertolt Brecht marca claramente una declaración de intenciones en la radiografía -todo lo cuestionable que se quiera- de un colapso económico que llega por la pendiente de la opulencia y el exceso.

Para contar la historia Mortier ha acudido a tres bazas infalibles y, a la vez, arriesgadas. Al frente de la orquesta ha ubicado a un director muy joven que es una de sus más firmes apuestas, Pablo Heras-Casado. Él fue el primer gran acierto de estas representaciones. Heras-Casado trabajó la acerada sonoridad de la obra -llena de referencias y mixturas de las músicas emergentes en las primeras décadas del siglo XX- con un profundidad y una pasión dignas de elogio. En segundo lugar acudió a Alex Ollé y a Carlus Padrissa para diseñar la nueva producción de la obra de Weill. O sea, para entendernos, a La Fura dels Baus de quien Mortier es uno de sus padres operísticos. En Madrid, con la Fura en el Real ya había algún precedente peligroso. Esta vez, sin embargo, el público se entregó a una lectura radical, con los habituales rasgos espectaculares fureros, que sumergió Mahagonny en un enorme basurero en el que los personajes deambulaban sonados, patéticos y desolados en su huida hacia ninguna parte. Guiños divertidos servían para aliviar la tensión puntualmente hasta llegar a uno de esos finales apoteósicos que dejan bien claro que cuando se habla de La Fura estamos ante teatro en condiciones, comprometido y sin sucedáneos.

Pero todo ello no hubiera funcionado sin repartos implicados, sin cantantes capaces de dar lo mejor de sí mismos vocal y dramáticamente. Aquí contó con intérpretes de primera fila. Merece citarse a Measha Brueggergosman, excepcional Jenny Smith, a la veterana Jane Henschel -tremenda Leocadia Begbick- o al eficiente Donald Kaasch, entre todos los que contribuyeron a conseguir una representación homologable a los teatros europeos que marcan el pulso de la lírica internacional. El Real emprende un nuevo camino. En los próximos meses se podrá hacer un balance fiable del alcance de esta aventura.