En El caso del perro de los Baskerville, publicado en España por Anagrama, Pierre Bayard, psicoanalista y profesor de Literatura, sostiene que Sherlock Holmes acusó erróneamente al perro permitiendo al verdadero asesino escapar de la justicia. El ensayista duda que Arthur Conan Doyle, en una de las novelas más famosas del detective del 221B de Baker Street, hubiese utilizado plenamente su famoso método deductivo por causa de la presión que tuvo para resucitar al principal personaje de sus ficciones más populares. Fuese lo que fuese, un accidente o un asesinato, El perro de los Baskerville se ha seguido leyendo y viendo en las adaptaciones cinematográficas y televisivas que se hicieron de la novela, por mucho que el desenlace no ofreciese ya mayor misterio que las incógnitas planteadas posteriormente por el profesor Bayard sobre su génesis literaria.

El misterio por si solo no se justifica literariamente. Raymond Chandler escribió que la novela de misterio debe tener un argumento válido, aparte del elemento misterioso evanescente. Esta idea, según el hombre que inmortalizó a Philip Marlowe, les parece demasiado revolucionaria a algunos clasicistas y de lo más repugnante a los escritores de segunda fila. «No obstante, tiene sentido. Todos los libros de misterio verdaderamente buenos se leen más de una vez, algunos muchas veces. Evidentemente, esto no sería así si el enigma fuera el único motivo de interés para el lector. Los misterios que sobreviven al paso de los años poseen invariablemente las cualidades de la buena ficción», expuso Chandler.

La intriga que rodea a ciertos hechos supera lo que desde la ficción más desbordante se pueda urdir. En bastantes situaciones, se rebasa la estructura sencilla ideal para cualquier narración que un autor aspire a explicar con facilidad llegado el momento. Un desenlace perfecto, como dejó escrito Chandler, es aquél en el que todo queda claro en un rápido estallido de acción. En las crónicas de sucesos de los periódicos, he seguido historias tan desconcertantes que ningún escritor en su sano juicio se atrevería a adoptar por miedo a no saber desarrollarlas como es debido.

Por ejemplo, está el caso de Gerard Coury, un joven de Connecticut que halló la muerte en la estación de metro de Nueva York, después de haber sido atacado por unos pandilleros de la calle 42 en las horas calientes de un sábado del verano de 1981, como entonces relataron los periódicos. Linda Wolfe, una neoyorquina colaboradora habitual de revistas literarias y también una persona convencida de que la realidad es capaz de superar la imaginación más desbordada, buceó en los hechos: «Iba sin camisa cuando el grupo lo rodeó, y completamente desnudo consiguió escabullirse de entre los maleantes. Y, entonces, presa del pánico, salió corriendo calle abajo. La turba lo siguió, abucheándole y tirándole botes de cerveza. Dos guardias trataron de intervenir, pero Coury escapó también de ellos. Corrió hasta una estación de metro en Times Square, saltó a las vías, tocó dos veces el riel que conduce la corriente eléctrica y murió».

La versión de los periódicos arrojó más intriga al suceso, ya que, según ellos, Coury no cayó electrocutado, como sería de esperar, sino por un fallo del corazón. El forense no encontró ninguna quemadura en el cadáver. El cadáver es siempre la pieza valiosa que ayuda a realzar las crónicas de sucesos relacionadas con el crimen. Pero por la historia de Coury rondaban, además, suficientes elementos desconcertantes capaces de despertar la curiosidad. Se informó de que la Policía sabía por alguien que uno de los pandilleros le había quitado los pantalones a la víctima, pero, al mismo tiempo, hubo detectives que aseguraron no haber localizado a testigos del hecho. Por si fuera poco, un agente confirmó a los periodistas que Coury, interrogado por él mismo, le había dicho que una o dos semanas antes le habían despojado de su ropa y de todo el dinero que llevaba y que desde ese mismo instante estaba tratando de regresar a su casa. Los padres declararon, sin embargo, que su hijo había estado allí hacía sólo tres días.

No existía lógica en el relato ni en el comportamiento del joven, un alumno aventajadísimo en la Escuela Secundaria que vivía en un barrio acomodado. Finalmente, se descubrió que había sido cómplice de su propia muerte, presa de la deriva descendente, un fenómeno que en psiquiatría explica cómo ciertas personas son incapaces de acoplarse a la posición social de sus padres y deciden descender a los infiernos por medio de los alucinógenos o el alcohol. Coury, refugiado en ambientes marginales, había empezado desprendiéndose de la ropa para acabar tirando su vida por un sumidero, asustado por lo que le rodeaba. En su caso, y por las circunstancias, se habían dado demasiado vueltas para desentrañar el misterio de su vertiginosa caída.

La realidad supera con mucho a la ficción y aporta curiosidad por encima del propio material que el autor de misterio necesita para hacer explicables sus historias. En ese terreno se mueve bien Michael Connelly, del que hace algo más de un par de años se publicó un libro titulado Crónicas de sucesos, donde se recogen las historias que cubrió en su etapa de periodista en «Los Angeles Times» y en el «South Florida South-Sentinel». Además de los propios casos, el trabajo de observación con los policías y los asesinos le sirvió a Connelly de inspiración para sus novelas de éxito, algunas de ellas bastante potables. No estamos hablando de Truman Capote y de A sangre fría, pero sí de un libro interesante para los seguidores del género negro: del material de primera mano que luego moldea la ficción, a veces con buenos resultados.