Llegué al hotel, exploré la habitación y el cuarto de baño, vacié la maleta, colgué las camisas y salí a dar un paseo por aquella ciudad desconocida. De súbito, me llamó la atención el escaparate de una tienda de ropa. Lo curioso es que no había en él nada especial: un par de maniquíes que representaban a una mujer y un niño (madre e hijo) de la mano. El niño llevaba un uniforme colegial y una mochila. La madre, una falda escocesa, una blusa blanca, una rebeca azul y un bolso de los de bandolera. Ninguno de los dos maniquíes tenía cabeza, lo que cada vez es más frecuente. En esta ocasión me conmovió tanto esa ausencia que estuve un rato poniendo rostros a la mujer y al niño. Casi siempre me salía la cara de mi madre de joven y la mía de niño. Durante unos instantes me sentí transportado a la época en la que me llevaba de la mano al colegio.

Tras un rato de observación, advertí que los maniquíes no pertenecían al mismo fabricante, por lo que el niño no podía ser hijo de la mujer, a menos que fuera adoptado. Aquello me produjo un malestar inexplicable. Presa del desasosiego, continué andando. Al rato, no obstante, me encontré de nuevo delante del escaparate, pues había dado de forma inconsciente una vuelta a la manzana. En este segundo encuentro, se me heló la sangre en las venas (dónde, si no) al advertir que al niño le faltaba, como a mí, una falange del dedo índice de la mano derecha. La perdí de pequeño, al pillarme con una puerta jugando con mis hermanos. Guardo un recuerdo confuso del dolor, del grito que di y de las carreras de mi madre (mi padre no se encontraba en casa) intentando encontrar a un vecino que nos llevara al hospital. También recuerdo el gesto de pánico de mi hermano Román, que había cerrado la puerta cuando yo tenía el dedo dentro, junto a una de las bisagras cuyo brillo me había llamado la atención. Nunca supe si lo había hecho a sabiendas o no. Quizá él tampoco. En cualquier caso, ha arrastrado siempre esa culpa que ha dificultado nuestras relaciones.

Muchos años después de aquel accidente, cuando le dije a mi madre que quería ser escritor, me miró la mano, como si la ausencia de aquella falange pudiera impedírmelo. Es cierto que tengo que coger el bolígrafo de forma un poco extraña, pero eso jamás me ha impedido escribir. A veces, por el contrario, pienso que tal dificultad ha influido de forma positiva en mi estilo. Se escribe desde la carencia, desde la negación, y el hecho de que mis ejercicios de caligrafía fueran el resultado de una conquista, en ocasiones heroica, imprimió carácter, creo, a mi letra y, en consecuencia, a mi escritura. Hace años, un cirujano plástico me propuso un arreglo que rechacé. No sólo he aceptado vivir con una mano coja, sino que he hecho de ello una marca.

Ahí estaba yo, en fin, frente a aquel escaparate de una ciudad desconocida, pero también frente a mi vida. La existencia está llena de coincidencias portentosas. Si fuéramos capaces de reparar en todas las casualidades aparentes que se dan minuto a minuto a nuestro alrededor, nos quedaríamos asombrados del hilo conductor que atraviesa cada uno de los sucesos de la vida diaria, engarzándolos, sometiéndolos a una unidad de la que no somos conscientes. Quedaba por resolver el asunto de que los maniquíes pertenecieran a fabricantes distintos, pero también aquello tenía sentido si pensamos que mi hermano Román, el mismo que había ocasionado el accidente en el que perdí medio dedo, solía decirme que yo era adoptado.

Entré en la tienda y compré la ropa del niño y de la mujer ante la mirada de sorpresa del dependiente. Al regresar al hotel, extendí las prendas sobre la cama y tuve la revelación de que aquel vestuario era real. Quiero decir que quizá era lo único real de mi vida. He tenido en ocasiones la sensación de vivir situaciones irreales, pero nunca la de encontrarme ante un exceso de realidad. Tal era lo que sentía. Los pantalones del niño, su jersey de pico, así como la falda, la blusa y la rebeca de la mujer, que, adoptiva o no, era su madre, tenían una consistencia extraña, poseían la calidad de las cosas estables, sólidas, permanentes, macizas. Nunca yo mismo había sido tan real como en la habitación de aquel hotel de una ciudad completamente desconocida para mí. Me llevé aquellas ropas a casa y, sin decir nada a nadie, las escondí en el sótano, junto a mis herramientas, pues soy aficionado al bricolaje. De vez en cuando, me asomo a ellas, las huelo y me siento real.