Conducía un poco nervioso. Temía llegar tarde al mitin de cierre de campaña y perderse alguno de esos momentos de exaltación que provocaba el líder más carismático, el que con mano firme había llevado al partido a sus mejores resultados, a épocas de gloria ¡Ay, qué tiempos?! Pero la culpa no era suya, se había comprometido a llevar a los compañeros y, como siempre, habían llegado tarde; tampoco se trataba de que en esta ocasión, y por primera vez en veinte años, no fuese en el coche oficial del que tan injustamente le habían apeado. No. Era una desazón que desde hacía unos días tenía en la boca del estómago y que no le dejaba dormir. Eran las malditas acusaciones vertidas por ese niñato? El sonido del teléfono le pilló en medio de sus cavilaciones y descolgó molesto. Sin más miramientos ni presentaciones una voz de sobra conocida le espetó «¿Estás conduciendo? Pues agárrate fuerte al volante». Los ocupantes del coche intercambiaron miradas inquietas. Otra vez el niñato, seguro.