Eran años de boroña y potaje de berzas. Y poca carne. Se mataban, cuando más, dos cerdos y no alcanzaban para el año porque, además, se solían vender los jamones. Los «jamoneiros» recorrían todos los pueblos a la búsqueda de mercancía que luego canalizaban hacia las villas y ciudades. Ahora, a las puertas de la Navidad, era costumbre que llegasen a nuestras aldeas, en domingo, los «güilandeiros», es decir, los que venían pidiendo el aguinaldo. Unas perronas eran bien recibidas siempre. Se disfrazaban de moros, de reyes, de pajes, de diablos y hacían que los niños, nada más que sentíamos las esquilas de sus caballerías, nos escondiéramos en el pajar, en el hórreo o en cualquier lugar de la casería que resultase inaccesible para los forasteros.

Fueron muy famosos los «güilandeiros» de La Borra, de Ballouria, de Ardesaldo, de Brañaivente y La Esquita, que iban, cada domingo y demás fiestas de guardar, por una ruta distinta, pero que no dejaban pueblo sin visitar, casa a casa, solicitando el aguinaldo. Entre todos los disfrazados venía un vecino de esos pueblos, generalmente algo mayor, a cara descubierta, adecuadamente vestido, que era el encargado de negociar el aguinaldo con los dueños de la casería visitada. Entre tanto, la pintoresca comitiva, hacia mil bailes y piruetas y el integrante de la tropa más temido por nosotros era uno que traía una vara de avellano muy larga y en el extremo la vejiga de un cerdo, cuanto mayor mejor, amarrada en el extremo de aquélla. Corría detrás de todo bicho viviente y a quien alcanzaba le arreaba unos «pellicazos» -era la «pellica» del gochu- de no te menees.

Venían los «güilandeiros» con el ánimo bien dispuesto para hacer reír por donde pasaban. Pero a nosotros, a los niños, maldita la gracia que nos hacían sobre todo por el temor a que nos tocase algún «pellicazo» por las costillas. Menos mal que su llegada se detectaba muy pronto porque traían música de viento y se oían ya desde muy lejos, con tiempo suficiente para poner tierra por medio y escondernos casi siempre entre el montón de hierba de la tenada porque hasta allí no llegaban. Cuando pasaba la tormenta de los «güilandeiros» de esos pueblos de la zona alta de Salas entonces ya nos atrevíamos a salir los pequeños, incluso el mismo día de Nochebuena, a pedir el aguinaldo casa por casa, aunque los tiempos no estaban para muchas florituras y no sacábamos ni para ir al cine el domingo al salón de Casa el Francés de Malleza, hasta donde subía don José, el párroco de Puentevega y de Folgueras, con un remolque amarrado en la parte de atrás de su moto y donde transportaba la vieja máquina proyectora y las películas, todas ellas tan sumamente anticuadas que se rompían una docena de veces en la hora y media que duraba la proyección. Pero como don José era cura, pues no nos atrevíamos a protestar. La entrada a la sesión única de la tarde de domingo costaba dos pesetas. Y los aguinaldos casi nunca nos alcanzaban para efectuar tanto derroche económico.

Por algunos concejos del oriente de Asturias aún se conserva esta costumbre de salir a pedir el aguinaldo. Aquí, en la comarca del Occidente, ya casi ha desaparecido. Otra tradición que se está perdiendo, entre otras cosas porque en los pueblos apenas queda juventud y la poca que sigue en el terruño se marcha de discoteca las tardes de los domingos. Como tampoco queda fútbol aficionado, enfrentándose unos pueblos a otros dentro de una rivalidad que a veces tampoco terminaba dándose precisamente besos y abrazos. Y se muere también el juego de los bolos, en la especialidad batiente, por falta de jugadores, aunque en este sentido es de destacar la buena labor que hace la peña bolística El Castillo, de Salas, que tiene una magnífica bolera construida por el Ayuntamiento en los aledaños del campo de fútbol de El Zaguán. Pero en Ardesaldo y en Mallecina hay dos boleras de batiente durmiendo el sueño de los justos. Y el del olvido.

Intentando profundizar en los recuerdos uno puede traer aquí ahora tres nombres de «güilandeiros» de la zona de La Borra, Ballouria y Ardesaldo que llevaban la voz cantante en las cuadrillas que salían por los pueblos disfrazados de mil maneras. Se trata de Floro y Caco, que por cierto eran unos buenos futbolistas también y que si fuesen los tiempos actuales creo que podrían destacar en algún equipo de campanillas. Pero como humoristas, pidiendo el aguinaldo, eran unos maestros cada domingo en vísperas y aun dentro de las mismas fechas navideñas. De Brañaivente y La Esquita el patriarca era Franciscón.

Aquellos «güilandeiros» fueron desapareciendo a medida que se iba alcanzando una mejor economía en los pueblos. Con el aguinaldo, repartido equitativamente entre todos los participantes en los variopintos desfiles entre folclóricos y costumbristas, podían los más jóvenes hacer alguna salida extra del pueblo. Pero una vez que los recursos ganaderos fueron mejorando, ya la leche y la carne reforzaron la economía doméstica y había algunos duros para salir de fiesta. Se prolongaron algo más en el tiempo, tras los «güilandeiros», los pobres de pedir, que venían con su saco por las caserías solicitando una ayuda. Pero ahora pobres y «güilandeiros» son ya tan sólo unos personajes que recordamos en los pueblos y no precisamente por parte de los más jóvenes. Son casi narraciones de abuelos.

Uno reconoce que era un poco asustadizo y bastante temeroso cuando se detectaban los «güilandeiros» llegando al pueblo. Y nunca le descubrió el hombre de la «pellica» de cerdo. Pero pasó sus buenos miedos en aquellas fiestas que para nosotros no eran precisamente nada pacíficas. Era una tropa que nos hacía sentir mucho miedo y no había forma de evitarlo porque de nada servía que en casa les diesen un buen aguinaldo. Cuando mejor era el donativo, mayor interés tenían los «güilandeiros» en hacernos la pascua a los niños. Son éstas unas historias que pertenecen a un pasado ya lejano, pero al aire de los villancicos, de las iluminaciones de colorines, de la lotería, de la tormenta de publicidad navideña en los televisores, uno recuerda, quizá con nostalgia, y también con cierta satisfacción porque ahora nadie que sea joven y trabaje en el pueblo necesita de un aguinaldo para ir a ver una película de cine rancio en blanco y negro.