o sabemos qué puede salir del juicio del 11-M, teniendo en cuenta en qué condiciones hemos llegado a él. Se desconoce qué explosivo estalló en los trenes; no hay indicio de que se usara Goma 2; las tres pruebas materiales consideradas clave están en entredicho, entre otras razones, a causa de la pésima instrucción del sumario por parte del juez Del Olmo; la versión oficial de que el atentado lo realizaron islamistas es muy endeble por no decir insostenible y las pistas que vinculan a ETA con la masacre no se han investigado suficientemente, es probable que por falta de ganas. Hay tantas incógnitas en estos momentos sobre la mesa que lo que se va a juzgar a partir del jueves apenas tiene consistencia y no va a darnos por ahora ni una idea remota de lo que nos tememos ocurrió, que es cada día que pasa un temor más extendido.

Hay quienes se empeñan en insistir en que la oposición y los descontentos con la versión del Gobierno y sus satélites son peligrosos extremistas, apegados a la eterna teoría de la conspiración. Pero los hechos más recientes han jugado a favor de la incredulidad: esta historieta que nos han intentado colar cada vez tiene menos creyentes y parece, también, que los soplones de la Policía que quieren hacer pasar por terroristas no están dispuestos a comerse el marrón ellos solos.

El 11-M, un asunto pestilente como todos los que se originan en las cloacas, no es una simple cuestión más que añadir a esta España irreconciliable de Zapatero, sino la madre del cordero, porque de ahí nos viene todo: el cambio de Gobierno y como consecuencia de ello lo demás, que es, por decirlo de una manera suave, una precipitación de situaciones sospechosamente encadenadas.

Ya se pueden poner todos muy estupendos y ufanos, pero mientras no se sepa realmente lo que sucedió el 11 de marzo de 2004 y en los días posteriores, una parte del país, la más incrédula, no se va a dar por satisfecha. Así que rigor, porque nos jugamos poder seguir mirándonos a los ojos. Y puede que bastante más.