Dado que algunos, muchos, confunden el credo republicano con cuestiones extemporáneas ajenas a dicho credo, y pensando que lo hacen más por desconocimiento que por mala fe, convendría una vez más -y aunque sean necesarias mil veces mil, mil veces un millón- aclarar quiénes, cómo y qué son los republicanos. Pues la demonización de estos creyentes, puesto que credo tienen, es moneda corriente, no sólo a nivel coloquial, también a nivel de aquellos que usan a veces la palabra escrita para desvirtuar los principios republicanos sin meditar antes sobre el concepto tan digno y hermoso que emana de una verdadera República.

Como no hace falta repetir en qué consiste una República, matizaré que su característica esencial radica en que su presidente sea elegido por un período de tiempo determinado que dispone una Constitución y en que sus funciones no puedan convertirse en hereditarias. Ya ha salido a la luz la primera gran diferencia entre Monarquía y República y, aunque no lo siento, tampoco tengo ganas de evitarlo. La elección del presidente de la República puede llevarse a cabo por medio del voto directo del pueblo -otra diferencia a tener en cuenta-, o bien por medio del voto de un colegio restringido, previamente elegido por el pueblo. Ya que hay cierta tendencia a la confusión, matizaré que dicho «colegio» no es una escuela secundaria o un instituto, más bien se trata de un Parlamento constitucional. Y este órgano -con un conjunto de leyes en la mesa, que llamaremos Constitución, obviamente- regirá la vida política del Estado republicano.

Hasta aquí, como podrán comprobar, no he hablado ni una sola palabra de izquierdas ni de derechas, tampoco pienso hablar de bajos o altos, de gordos o flacos, ni mucho menos de guapos o feos. Con tener el mínimo uso de razón, la edad necesaria para votar y el deseo de pertenecer a un país donde la forma de Estado sea una República, éstos serán los únicos requisitos indispensables para que la cosa funcione. A la República le es indiferente que usted o yo seamos creyentes o agnósticos, ateos o pasionistas, luteranos y hasta anarquistas. A la República lo único que le afecta de verdad es que sus ciudadanos -ya ve que no tendría súbditos- cumplan las leyes vigentes y acaten la decisión mayoritaria, puesto que, en caso contrario, dispone de mecanismos legítimos para frenar los excesos que son tan inherentes al género humano. Excesos que, como cualquiera comprenderá, resultan las más de las veces perjudiciales a la comunidad, por aquello de que «donde empieza tu libertad acaba la mía».

Somos conscientes los que deseamos fervorosamente la llegada de la III República española de que, mientras intentamos despejar el camino que a ella nos lleva, otros, por el contrario, siembran éste en las noches sin luna de pedruscos con los que tropezar, y las veredas de los senderos, de sapos y culebras. Así, al menos, aunque no demos el traspié necesario para caernos de bruces en el suelo, como poco que nos dé asco recorrer el camino soñado. Yo siempre he llamado a la I República española «la económica». Una de las razones está muy clara: costó muy poco esfuerzo conseguirla porque Amadeo I de Saboya nos dejó la puerta abierta y vacía de guardianes. Pero, como el dinero fácilmente adquirido, se nos fue rápido y nos dejó un regusto amargo en la boca. Y también fue muy económica porque incluso la bandera nacional -es lo que menos importa- siguió siendo de modo provisional la misma que ya existía, la roja y gualda. Aunque, para matizar, aquellos patriotas republicanos de entonces amputaron la corona real del óvalo que en medio de la enseña ostentaba el escudo de España. A falta de bandera definitiva, bien valía un tijeretazo a la vigente, y asunto arreglado.

De la segunda ocasión que tuvimos no voy a hablar, pues el ánimo se me enciende, el fervor patriótico niebla mi mente y llego a tener pesadillas. Hay otros que pueden hacerlo mejor que yo y, de hecho, lo hacen. Sólo diré que fue un sueño de abril, que nuestro país la acogió con los brazos abiertos, pero con los bolsillos vacíos y el desánimo en lo más profundo del alma por el atraso y la ignorancia y el resentimiento que la Monarquía dejaba tras de sí. Y no hubo sangre, no hubo guerra, ésta vendría después, y no para auparla, sino para derribarla. Así que yo creo, y cada día estoy más seguro, pues todas las mañanas antes de salir de mi casa me miro atentamente en el espejo, que los republicanos somos gente totalmente normal. Lo digo porque no veo en el azogue que me asome rabo alguno por debajo de la chaqueta, ni tampoco se atisban por encima de mis calcetines los brillos de las pezuñas diabólicas con las que quieren pintarnos.