Constancia tengo, vive el cielo, de que la metafísica no goza de buena acogida en ciertos ámbitos de la filosofía más sistemática y rigurosa. Pero no puedo no mentar tan denostado término cada vez que veo y escucho cualquier intervención pública del señor Aznar. Don José María es el milagro de la metafísica. Porque, si no, ya me dirán ustedes cómo es posible que en un cuerpo que no es precisamente gigantesco haya cabida para tamaña autosatisfacción, para tan inmejorable buen concepto de sí mismo. El que fuera conspicuo lector de la poesía del la Generación del 27 levita. El Presidente de la FAES se mueve por las alturas celestes. Si el discurso de Zapatero vino siendo inconsistente, cosa innegable, el envanecimiento de Aznar resulta bochornoso.

A Rajoy le dejó don José María como herencia la adhesión de España a una guerra que se basaba en no pequeña parte en la existencia de unas armas de destrucción masiva cuyo hallazgo aún no consta en acta. Y le legó también un equipo de personas que, para empezar, no aceptaron la derrota electoral de 2004 y, para seguir, se esforzaron hasta lo increíble por crispar la vida pública de este país. Además, la campaña de aquellas elecciones de 2004 tuvo como estrella mediática del PP no al candidato Rajoy, sino al presidente que -eso se le debe reconocer- cumplió su promesa de no prolongarse en el poder más de dos mandatos.

Por si ello fuera poco, no se puede dejar de tener en cuenta que si Zapatero revalidó su victoria no fue por sus aciertos políticos, sino más bien por el miedo hacia el discurso del PP que movilizó a gran parte del electorado, algo de lo que Rajoy es políticamente responsable por mucho que busque ahora su lugar en el centro político.

Hay una continua deriva en el PP que empieza con aquel Aznar que reivindicaba a Azaña, que se decantaba por el centrismo, que pactó con el PNV y con CIU, y así un largo etcétera, y que se radicalizó en la última legislatura en la que estuvo al frente del Gobierno. Pasó de defender el centrismo a un conservadurismo rancio, así como a una política internacional que, salvo para sus fieles, no fue de lo más afortunada.

Pero, miren ustedes por dónde, con Rajoy acontece justamente lo contrario. Pasó de la crispación más dura a otro discurso que no sabemos bien a dónde puede llevarle, pero, en todo caso, distinto al que mantuvo hasta marzo de 2008. Cierto es que el cambio que da el líder conservador supone, como mínimo, el reconocimiento de haber seguido una política errónea a lo largo de estos últimos cuatro años, de la que él, más que ningún otro, es el principal responsable. Si mantuvo en la cúpula del partido al equipo de personas de confianza de Aznar y no hubo fisuras en el discurso de los unos y de los otros, es indudable que estamos ante un bandazo del líder conservador.

De aquel Rajoy que enarboló hasta el agotamiento el mismo discurso, que no causó sorpresa en ningún momento, que hizo el ridículo en el debate televisivo hablando de aquella niña como guionista de un culebrón, pasamos a otro don Mariano que se atreve a elegir su propio equipo y que parece emplazarse en posiciones más moderadas.

Algo muy preocupante puede estar sucediendo en el PP para que alguien como Fraga apueste por el centrismo del partido. Si el ex ministro de Franco y ex presidente de Galicia representa la línea más aperturista, no podemos no preguntarnos, con temor y temblor, cómo serán los demás.

Metafísica pepera. Con Aznar endiosado hasta extremos preocupantes; con la señora Aguirre como protectora de los sectores de opinión más estridentes, con la vieja guardia aznarista despechada; con un político como Mayor Oreja, cuya caballerosidad siempre admiré, que, no hace mucho, manifestó en público una valoración excesivamente generosa sobre el franquismo. Frente a ello, un Rajoy más hamletiano que nunca, que, sin embargo, sigue frenando su retranca, que, según creo, pudiera ser su mejor baza.

Y, en esta crisis del PP, es obligado decirlo, hay sitio para el desgarro y para el dolor. Si lo de Aznar es grotesco, lo de San Gil es dramático, siga o no en política. Y ello es merecedor de respeto. Porque aquí no hablamos de discurso, sino de coraje, de un coraje admirable. Negárselo sería una mezquindad imperdonable y acaso también indecente.