Entramos ya en Carnavales y para hacer boca, nunca mejor dicho, tenemos como entremeses las Comadres. El sector de la hostelería, que anda renqueante por la crisis, se inventa las fórmulas y menús más diversos y atractivos -y a poder ser más baratos- para atraer al personal y recuperar algo de la recaudación perdida. En el sector ganadero las vacas están al pasar y en otros se caen de flacas. Se acabó el «refalfiu» aunque ya verán ustedes como dentro de unas semanas, con el puentón desde días antes de Ramos hasta el Lunes de Pascua se ponen las carreteras a tope y se quema combustible por tierra, mar y aire.

Quedan ya un poco lejanos aquellos tiempos en los que estaba prohibido disfrazarse. Mejor dicho, se admitían toda clase de indumentarias estrafalarias y divertidas, pero no se podía nadie tapar la cara. Eran unos Carnavales a cara descubierta. En el pueblo sabíamos que estábamos ya en tiempo de Cuaresma porque los viernes no se echaba cerdo -con perdón- al potaje de berzas. Y sucedía que como la matanza no alcanzaba para todo el año, había otros muchos días en que el potaje tenía el mismo pelaje: ayuno de carne. Era lo que había.

Pero he aquí que la Iglesia católica, que de prohibiciones sabía mucho porque cuando aquello era pecado hasta ir con un carro de hierba en domingo, puso en circulación las bulas. Era un papel que, lo recuerdo bien porque me tocó, como monaguillo, negociar el asunto con el cura de mi parroquia para una compra al por mayor, en el que el Papa te permitía comer carne durante todos los viernes de la Cuaresma si pagas dos pesetas por la bula que venía de Roma, magníficamente editada ya que en la Ciudad Santa debían de funcionar unas imprentas de padre y muy señor mío. Mi negociación con el cura fue que yo le hacía de monaguillo sin cobrar -o sea, como siempre para no variar- y el párroco me regalaba las bulas que tenía a bien llevarme para que mi familia pudiese comer carne? si la había. Y también para vender alguna a mis vecinas más creyentes, pero cobrándoles a dos pesetas unidad. Mi negocio tuvo éxito algunos años. Hasta que Roma dijo que ella no pagaba a traidores.

Y aunque como digo esos tiempos quedan ya lejanos, conviene recordarlos para que las nuevas generaciones sepan cómo se las gastaba la autoridad competente en aquellas calendas y cómo también se apoyaba, en cuestión de prohibiciones, desde algunos púlpitos parroquiales. Las bulas desaparecieron y aquí no ha pasado nada. Bueno, sí, que quedó anulado mi convenio con el cura. Y surgieron las Comadres en las que se preparan unos bollos preñaos con chorizo de te lo juro por mi madre. Y empanadas de carne. Y lo que se tercie. Y sidra, mucha sidra.

Los primeros disfraces de los que uno tiene uso de razón se centraban en pantalones y chaquetas viejas de los abuelos, sombreros desvencijados de la temporada anterior de la hierba, madreñas de clavos y algún otro fardel ornamental. Los jóvenes que se disfrazaban estaban advertidos de que en su recorrido por el pueblo podría ocurrir que llegase la pareja de la Benemérita, sobre unos esbeltos caballos, y te diesen el alto. Solía no pasar nada porque la normativa vigente se centraba en que la cara tenía que ir descubierta. Y vaya si lo estaba. Pero, naturalmente, el encanto de un buen disfraz es que no se conozca la identidad del disfrazado. Y eran, por tanto, unos disfraces descafeinados, de medio pelo, y con escasa gracia. Casi nada.

Aquellas prohibiciones de la llamada autoridad competente puede que sean el origen de las que hay ahora en vigor, que son muchas y que están aumentando. Se me olvidaba decir que en los chigres había un cartel sellado -también por la misma autoridad competente- en el que se prohibía blasfemar. Y en algunos se añadía que también estaban prohibidas las palabras soeces. Después vino lo de se prohíbe cantar. Que en ocasiones se añadían unos puntos suspensivos y quedaba la frase redonda: «Se prohíbe? cantar mal».

Nadie se atrevía por aquellas centurias a organizar fiestas con música durante la Cuaresma. Te hubieran encarcelado y excomulgado. Actualmente una de las fechas más disputadas por los promotores es la noche del Sábado Santo. En La Peñuca, de Pravia, para no herir susceptibilidades religiosas, llevan decenas de años organizando en la noche del Jueves Santo un multitudinario campeonato de brisca en el que si existiese el cartel de prohibir los tacos habría que echar a casi todos los jugadores. Y son inasequibles al desaliento porque aguantan hasta que luce el sol del Viernes Santo. Pero sin música.

Las prohibiciones de ahora mismo, que son muchas y de todos conocidas, y están muy bien, que no dirá uno lo contrario si no es en presencia de su abogado, constituyen un amplio abanico y puede sucederte que cada mañana te pongas a desayunar, leas este periódico y te enteres de que hay una nueva. Pero no existe ninguna, ni moderna ni antigua, que no lleve acarreada una sanción si no la cumples. Al final ocurre como con las bulas, lo importante es recaudar.

Pero, eso sí, te dan libertad para trincar, durante la Cuaresma, desde el punto de vista religioso, la carne que puedas? pagar, porque una chuleta es ya, gracias a los intermediarios, un artículo de lujo en una región, como la nuestra, donde las vacas roxas tienen su paraíso natural. Pero, claro, no la debes de regar con vino ni con sidra. Hay una normativa que te invita, si vas a irte al Carnaval en coche, a beber agua. No sé lo que dice el código sobre conducir con careta aunque lleves los ojos libres y con más visión que el faro de Cudillero. Seguro que está prohibido también. Es natural. El caso es prohibir. Como cuando no podías hincarle el diente, si era viernes, a un trozo de lacón en el potaje. ¿Por qué nos querían tanto aquellas autoridades competentes de entonces y su estela la siguen las actuales? Y ya no se puede echar la culpa a las bulas. Sólo costaban dos pesetas. Pero para un monaguillo que no tenía sueldo, todo un tesoro.