Nada más que terminaba el ordeño de la mañana y mientras en casa preparaban el desayuno familiar te mandaban con la leche a la desnatadora, que en mi pueblo estaba instalada en la «salina» de un hórreo. Era un aparato que funcionaba a rabil, con un cilindro interior que iba a muchas revoluciones por segundo y que tenía dos salidas. Por una, aparecía la nata, es decir, la materia prima para la mantequilla. Quedaba en un bidón en lugar lo más fresco posible y cada dos o tres días venían los de la fábrica a recogerlo. Por otro tubo salía la leche ya desnatada, un tanto descolorida, casi como azulada, que nos la llevábamos para darla a los cerdos de cría.

Ir a la desnatadora suponía el llegar a casa con las noticias del primer informativo vecinal, esto es, las que contaban quienes iban con sus lecheras a esa especie de concentración diaria en el que lo que más importaba eran los centímetros que quedaban manchados en el marcador metálico que servía para apuntar en una libreta el producto entregado por cada casería. Después venía el camión del mantequero de turno, lo mezclaba todo y adiós muy buenas. La leche que había quedado de la noche aparecía por la mañana con una gruesa capa de nata y no se podía sacar porque entonces resultaba muy perjudicado el productor, que era el nombre que las fábricas daban al ganadero de forma errónea porque quienes producía eran las vacas y no el paisano.

Todo aquello se fue modernizando, llegaron los bidones y más tarde los camiones cisterna para recoger la leche en vivo y en directo de los depósitos anejos al establo, después se recortaron líneas de las fábricas, hubo concentraciones empresariales y se llegó a la situación actual en que sólo interesa la leche de las caserías con más de treinta vacas. El resto, las tradicionales con media docena de animales, han desaparecido. Fueron víctimas de eso que se ha dado en llamar reestructuración del sector lácteo y que significó que los modestos tuvieron que jubilarse o vender el arado, el carro y el ganado para arrendar un bar en la villa más cercana.

Acabo de ir a hacer recados a un supermercado de gran prestigio. Y como en el pedido figuraba el comprar leche busqué el expositor correspondiente. Y entre las muchas ofertas me encuentro con una en la que el litro de leche está a cuarenta y cinco céntimos, muy poco más de lo que mi amigo Pedro Egocheaga, de Ganaderos Unidos, con casería en San Justo de Villaviciosa, asegura que es el precio que le cuesta producirlo al ganadero. Pero lo más curioso, lo que más me sorprende, a lo que no encuentro explicación es que cuesta lo mismo el litro de leche entera, que la semi, que la desnatada. No me aclaro y me temo que ni siquiera un economista con doctorado incluido me podrá explicar, ni a mí ni a nadie, que la leche desnatada, la que no tiene nata, la que no sirve para hacer mantequilla, la que es azul y descolorida como aquella que hace cincuenta años dábamos a los cerdos, tenga la misma cotización que la que llega, en teoría, según se ha ordeñado a la vaca, con el correspondiente tratamiento posterior para meterla en un envase de cartón y que se conserve.

La dependienta del supermercado a quien me he dirigido para que le preguntase a su jefe la razón por la cual está al mismo precio la leche entera que la desnatada puso cara de sorpresa y dijo que don fulano no estaba porque había ido a desayunar. Eso está muy bien sobre todo para demostrar que aquí no solamente los funcionarios son los que abandonan el puesto de trabajo para ir a tomar el café. Claro que lo verdaderamente importante a la hora de valorar esas ausencias es la cantidad de cafés que se toman unos y otros en una jornada laboral.

Y llego a la conclusión, sin ninguna ayuda ajena y sólo por lo que leo en los papeles, que si la leche desnatada, sin sabor, olor ni color muy definido porque perdió el blanco original, tiene muy buena demanda en los supermercados es porque está recomendada para regímenes alimenticios especiales, para adelgazar, para las personas mayores, para quienes hacen una vida sedentaria -es decir, casi siempre sentados- quedando la leche entera para madereros y oficios similares que necesitan energía a raudales. En el supermercado encuentro también las tarrinas de mantequilla. Y deduzco, lógicamente, que ha salido de la leche desnatada. Es decir, que la cobran dos veces. Y de propina la nata montada para las fresas de Candamo o de Huelva.

Como el colesterol, la hipertensión, el ácido úrico y sobre todo las pilas gastadas llevan implícita una recomendación médica de nada de grasas, nada de cerdo, nada de embutidos, nada de una de esas fabadas con compangu de te lo juro por mi madre, cuela perfectamente el meter la leche desnatada al mismo precio que la que tiene toda su grasa. Hoy los cerdos -con perdón- ya no tienen tampoco razón de ser entre nuestra envejecida población rural y por tanto llegamos a la conclusión de que la leche desnatada es mejor que se destine al consumo humano porque no perjudica a la salud. Y, de paso, se hace doble negocio con ella: mantequilla y lo que queda, al mercado como leche envasada.

Tal como están las cosas de la alimentación sana y equilibrada, que se dice en términos profesionales y teniendo en cuenta que mi médico me acaba de avisar que no tengo que ir a revisión hasta dentro de un par de meses, me voy a tomar la licencia de pedir en casa un chorizo de la última matanza que está aun tierno y suave, un par de huevos de pita suelta, y unas patatinas fritas para adornar. Quizás amplíe la nota para admitir un par de hojas de lechuga muy al borde del plato y que no estorben mucho. Y de postre, un tazón de leche recién ordeñada -de la que deja la zona del bigote teñido de blanco- con pan casero que acaba de salir del horno. Es decir, un lujo, una comida de ricos. Con todo esto, no hay cristiano que no se olvide de la desnatadora por los siglos de los siglos, amén.