Se equivocan los apóstoles de la catástrofe, no anochece, alborea. La humanidad hace su camino a tientas, de tropezón en tropezón. Los hombres buenos, los imprescindibles, son los que transmiten la advertencia. Los que sólo se ocupan de hacer su camino, sin mirar a su alrededor, sólo pueden aspirar al triunfo, poca cosa. Constantino Cavafis hizo su camino a Ítaca mirando alrededor. Por eso comienza y construye uno de sus poemas canónicos con un pensamiento de Filóstrato el Viejo: «Los dioses conocen el futuro, los hombres el presente y los sabios lo que se avecina?». Varios Filóstratos de una misma genealogía se disputan la exactitud de su identidad histórica y hay confusión sobre los textos que se le pueden atribuir, pero podemos sentir como nuestro su pensamiento, que nos interroga y nos ilumina. Esta paradoja debería enseñarnos algo a propósito de lo que es perecedero y eterno entre nosotros. El concreto Filóstrato es un fantasma entre las brumas del tiempo, pero su alma permanece. Bellamente dichas ahí están la advertencia y la tarea. Sed humildes y procurad ser sabios.

Si ascendemos al Olimpo es muy posible que el mal de altura, el error de perspectiva, nos produzca un olímpico convencimiento de que conocemos el futuro y sabemos la verdad. Lo que dará lugar, muy probablemente, a un olímpico deseo de que los demás se enteren de la única verdad, la que hemos descubierto, y la asuman con entusiasmo. De ahí sólo hay un paso fácil de dar hacia el desprecio, también olímpico, a los reticentes, deslizándonos dulcemente por la pendiente de la autocomplacencia y del orgullo del hallazgo, al fin y al cabo no somos más que niños grandes.

Si decidimos ser hombres y andar sobre la tierra, es más que probable que de la necesidad hagamos virtud. Viendo las cosas desde abajo tendremos una perspectiva más clara para la compasión hacia quienes comparten con nosotros la miseria y la fatiga. No conoceremos el futuro, pero trataremos de atisbarlo porque nos interesará saber lo que se avecina, lo que les va a ocurrir a los demás, que seremos entonces nosotros mismos. La aventura de la indagación traerá entretenimiento y alegría a nuestras vidas de hombres atribulados. Nos hará más sabios, más prudentes y ¡ojalá! más generosos.

A lo largo de la historia han sido muchos los diálogos de sordos en los que todos hablaban y nadie escuchaba, con finales casi siempre llenos de la violencia y la necedad propias de quienes abandonan el uso de la razón y se entregan, con la letal alegría de los idiotas, a las simples pasiones, bajas o altas, que igual da. Si de la práctica nace la perfección se comprende que los diálogos de sordos contemporáneos sean particularmente agotadores y esterilizantes, incluso estruendosos. Habría que añadir, además, que resultan especialmente aterradores, cualquiera que sea la materia a tratar, en particular cuando el diálogo de sordos tiene lugar al borde del abismo, como quien dice. Lo cual resulta más frecuente de lo que pudiera parecer, asumida la premisa de que somos animales racionales. Es natural, por ejemplo, que si desde la mesa del quirófano escuchamos un diálogo de sordos entre los médicos que nos van a operar, que si abro aquí o abro allí, nos entre el pánico, del que únicamente nos salvará el hecho de que estemos ya anestesiados, o definitivamente muertos.

La petulancia no se combate, sin embargo, con la petulancia, porque un mal no cura otro mal; afortunadamente nos quedan la lucidez y la esperanza. ¿En qué andamos? ¿Estamos advertidos y a la tarea, o andamos desavisados e inmersos en una gran ceremonia de la confusión, un estruendoso diálogo de sordos planetario ? La prudencia y el buen sentido excluyen los juicios precipitados; pero quien observe con atención lo que viene ocurriendo habrá de admitir que la vida colectiva se empobrece en una constante simplificación, decrece la cortesía y se desprecia la tolerancia, que es la escucha atenta y dialogada de los argumentos ajenos, no la silente abdicación de los propios.

Tenemos por delante una encrucijada más, tan apasionante como las anteriores ¿Cómo conciliar una Economía global con un Derecho que no lo es tanto para garantizar una convivencia civilizada y justa entre todos? ¿Cómo conciliar el progreso material, el acelerado cambio tecnológico que experimentamos, con el progreso espiritual de los valores morales sin cuya vigencia nada tiene sentido? ¿Cómo conciliar el cosmopolitismo que deriva de nuestra igual condición humana, sin distinción de raza, sexo o religión, con la natural querencia por lo propio o, en su versión patológica, el localismo de campanario? ¿Cómo conciliar la economía de mercado y el protagonismo de los más aptos con las irrenunciables exigencias de la compasión, el amor, la piedad y la justicia?... Hay tarea bastante, nos parece, como para abandonar los diálogos de sordos y concentrar nuestros esfuerzos creativos en lo que se avecina. Naturalmente proponemos un método, una actitud, no una solución. El cultivo de la razón esperanzada, de la fe en nosotros mismos.

No abandonemos, merece la pena vivir avisados y a la tarea. La cobardía busca siempre un culpable, ajeno por supuesto; la valentía, por el contrario, indaga antes que nada en las propias responsabilidades y reclama el propio compromiso, el traer a contribución lo mejor de nosotros mismos en beneficio propio y de la comunidad. Seamos valientes, no nos pesará. No estamos seguros de que esta sea «la sociedad del conocimiento», como proclaman algunos incautos engreídos. Pero sí creemos que hay que estar activamente atentos a los que piensan más, piensan antes y piensan mejor. Si despreciamos la propaganda y pensamos, si sustituimos arengas e invectivas por argumentos, quizá nos vaya bien.

También podemos seguir chillándonos sin escucharnos hasta que la cosa no tenga remedio y entonces improvisar, o ser «flexibles», otra vacua letanía de los manuales de gestión modernos, un nuevo bálsamo de Fierabrás. Es tan emocionante como arriesgado. Entre improvisar y tener que aceptar lo que nuestra propia incuria ha hecho inevitable hay una frágil frontera.

Nos viene a la mente una escena cinematográfica bien descriptiva de semejante tesitura. Citamos de memoria y no recordamos el título de la película, por lo que pedimos disculpas, pero la cosa iba de un grupo de atorrantes interpretados, nada menos, que por Concha Velasco, Alfredo Landa y Tony Leblanc (con actores así es imposible perder la esperanza). Improvisando, en lugar de pensar serenamente y trabajar con ahínco, habían decidido dar un golpe en una clínica, para hacerse con un botín consistente en una importante cantidad de material quirúrgico. Aquello, claro, salía mal. La cosa se complicaba y la banda se dispersaba por la clínica, corriendo cada uno por su lado, a la buena de Dios, para huir de una captura segura. La peripecia terminaba con Tony Leblanc tratando de esconderse en un quirófano, disfrazado de cirujano, mascarilla incluida. Cuando entra en el quirófano se encuentra a un equipo completo, esperándolo, y a un paciente, cubierto por una sábana, sobre la mesa de operaciones. Inmediatamente levanta la sábana y descubre que el paciente es Alfredo Landa, que en su huida no ha tenido mejor ocurrencia que la de esconderse en la camilla. Se miran, se reconocen. Tony Leblanc aparta un poco la mascarilla, agacha la cabeza para acercarse al oído de Alfredo Landa y le dice, rápido como una centella, «¡Tranquilo, Torralba, que te voy a operar!». Parece, ya hemos dicho que citamos de memoria, que Torralba sobrevivía? pero la noticia de que su colega lo iba a operar, desde luego, le producía un estupor inenarrable.

Quizás sea un buen momento para volver a Filóstrato, agradecer a Cavafis la advertencia y ponernos a la tarea de asumir el riesgo de ser hombres, el compromiso de superar el autismo tecnológico y cumplir con nuestro tiempo para entregar a los que vendrán las mismas dudas, pero también la misma esperanza. No vaya a ser que, cuando menos lo esperemos, nos operen, como a Torralba. Despertemos ya.