Hace unos meses leí un artículo del premio Nobel de Economía James Heckman, en el que argumentaba que la educación infantil es la clave para reducir la brecha social: «Invertir en la educación temprana -escribe-, esto es, de los cero a los cinco años, disminuye las diferencias sociales, reduce la delincuencia, incrementa la adopción de hábitos saludables y, en general, reduce el coste de servicios sociales. Cada dólar invertido en programas de Educación Infantil de alta calidad genera un retorno de entre un siete y un diez por ciento anual». En realidad, Heckman piensa en la clase trabajadora y en las familias que se encuentran en situación precaria. Diríamos que hay una parte de la sociedad que percibe mejor la complejidad creciente de la economía y que busca los mejores entornos socio-educativos para sus hijos y que hay otra que, por los motivos que sean, carece del acceso a las habilidades clave del futuro. Es el mundo multipolar, que funciona a velocidades divergentes y que amenaza con crear una sociedad atomizada. Frente a ese riesgo, Heckman sostiene que el grueso de la inversión en política educativa debería centrarse en la etapa inicial, precisamente porque esa es la franja de edad en la que cualquier actuación es más rentable desde el punto de vista coste/beneficio. Por eso y también porque a esas edades se forman los hábitos de conducta, aquello que los americanos denominan «soft skills».

El mundo de la educación se mueve por bandazos ideológicos: de la rigidez a la laxitud, de la memoria a la creatividad, del esfuerzo al rousseaunismo. Ahora ha llegado el momento de los «soft skills», de los hábitos como la perseverancia, el entusiasmo, el autocontrol o la extroversión, que predicen el futuro éxito profesional y académico mejor que los tests de inteligencia. Hay un estudio clásico al respecto. Se realizó en la Universidad de Standford, entre los hijos del personal de la propia Universidad californiana. En la guardería del centro se planteó el siguiente experimento: se ofrecía una magdalena a los niños de cuatro años, con la promesa de que si aguantaban quince minutos sin comérsela, tendrían derecho a una magdalena adicional. Algunos niños cedieron al capricho y se la comieron de inmediato, mientras que otros aguantaron el envite y obtuvieron una segunda magdalena. Quince años más tarde, los que habían demostrado un mayor autocontrol eran también los mejores estudiantes.

Heckman argumenta que este tipo de habilidades se aprenden precisamente a edades tempranas y son las que pueden reducir la brecha social. No sólo eso, sino que éstas son las habilidades clave para que los niños de hoy sepan desenvolverse en el futuro, ya que te permiten comprender las normas sociales, manejar dinámicas de grupo, resolver de modo creativo un problema nuevo y perseverar ante las dificultades que nos plantea la vida. Creo que antes, a todo esto, se lo denominaba carácter, aunque las modas del momento han hecho que ahora se llamen «soft skills». En realidad poco importa, porque hablan de lo mismo y nos plantean otra cuestión fundamental, a saber: el rostro moral de las sociedades. ¿Qué valores transmitimos a nuestros hijos? ¿De qué modo lo hacemos? Y, nosotros, ¿sabremos también comernos nuestras respectivas magdalenas de aquí a unos años en lugar de ceder a la glotonería del momento?