Todo empezó hace ahora cuatro años. Rajoy acababa de perder por segunda vez unas elecciones generales. Desapareció unos días -dicen que por América del Norte- y al regresar, y ya que empezaban a agitarse los movimientos precongresuales de los que podía salir muy mal parado, pronunció la sentencia más disparatada y significativa de la historia política contemporánea de España: liberales y conservadores, fuera del PP.

Así que dentro, solo los socialcristianos y los tecnócratas. Nominalmente, Arenas, Camps, Matas y tal y tal y tal por los confesionales y Guindos Brothers y cía por los matemáticos. La verdad, tanto montan montan tanto.

Con esos mimbres -ayunos de ideología y faltos de toda concepción política- el horizonte popular se cifraba solo en heredar.

Y heredaron. Vaya si heredaron. El 20-N, por más señas. Pero la hijuela era apenas una España rota y arruinada. Rajoy añadió la división social -la lucha de clases que acaba de resucitar-, y en esas estamos.

Andalucía, que la tenían ganada, sigue en la órbita socialista, porque, ay, aunque sea un ladrón, preferimos a Perón, que no agita una reforma laboral feroz para echar en un suspiro a otro millón de ciudadanos al paro. Extremadura está lista para que los socialistas la recuperen. Y Asturias, ya veremos, pero como Rajoy no se plante de urgencia en Oviedo a pactar con Cascos el Principado será para la izquierda endémica y aun así quizá entre los emigrantes y los chicos de Rosa Díez acabe en manos progresistas, que de alguna manera hay que denominarlos.

Antes de cumplirse los famosos cien días de gobernación el firmamento popular se ha enturbiado hasta ponerse de un inquietante color hormiga. Solo un triunfo de la huelga general -para Rajoy es vital que los sindicatos verticales que la convocan no se desmoronen- puede darle un respiro, pero aun así en nada la realidad de los ajustes salvajes les hará la vida imposible a él y a todos los demás.