Desde mediados del siglo XIX y aun antes, Occidente -la civilización tal cual, el universo judeocristiano o como se quiera decir- cultiva el autoodio y ha acabado por convertirlo en su principal seña de identidad, y perdonen por sintagma tan manido.

La cocina del Yemen es mucho mejor que la europea; la medicina china le da mil vueltas a la científica; la organización social amerindia era muy superior a la que, entre nosotros, parte de la familia; la cosmología nepalí gana a Hubble y así todo lo demás.

Somos un error y hasta un horror: cualquier birria foránea supera a lo mejor que tenemos.

En esa línea va el neorracismo prehistoricista, estos días tan de actualidad a cuenta de nuevas dataciones del arte parietal cantábrico. No, no es obra del hombre moderno, sino de neandertales. Cuanto más tontos más artistas nos están susurrando.

O, por las mismas, cuanto más humano peor.

Una suerte de doctrina aria, pero a la contra, que es tanto o más peligrosa que aquella de los cultivadores de las místicas de Thule.

En todo caso, sean tirios o troyanos los autores de las pinturas, la gran incógnita sigue abierta. ¿Cómo unos seres tan primitivos hicieron lo que hicieron que llevó a Picasso a afirmar que desde Altamira todo era decadencia?

La doctrina progre del buen salvaje, los tristes trópicos y demás despejan el interrogante asegurando que no eran primitivos, sino muy avanzados. Pura superchería.

Pero o eso -falso de toda falsedad- o desconectamos el arte de la sociedad -de las instituciones- y entonces sí que se arma una buena, porque equivale a considerar que el arte es puro cuento.