No se planteó el concierto diseñado por Savall como un espectáculo musical en el que el ritmo vivo caracterice su desarrollo. ¿Ayudó a este propósito que el conjunto de músicos tardara quince minutos en salir al escenario? A pesar del «tactus» inherente a algunas de las composiciones occidentales o la excepcional destreza del intérprete de «tablas» indio, por ejemplo, todo propició un estado hacia lo contemplativo y, también, evocador de distantes -en el tiempo o en la lejanía geográfica-, atmósferas o texturas instrumentales. Paradigmática y bellísima fue la inclusión de los solos de Hiroyuki Koinuma con la tradicional flauta japonesa en sostenidas melodías carentes, precisamente, de ritmo mensurado. A lo largo de más de hora y media sin interrupción de un espectáculo musical que tiene -habría que revisar el concepto de purismo cuando en la «recreación» musical de diversas tradiciones y distintas épocas se mezclan intérpretes e instrumentos de esas diversas tradiciones y épocas- una parte sustancial de «re-creatividad». Esto no lo podría proponer cualquiera. Savall es un músico con una intachable trayectoria basada en ser quizás el mejor intérprete de viola de gamba, y como tal ha recorrido el mundo unánimemente aclamado. Aunque no es, en este caso, el Jordi Savall del que hemos disfrutado como solista de viola de gamba en el repertorio barroco más virtuosístico. Además ha grabado lo que ha querido y más, dejando con ello constancia de su amplio recorrido. Es un músico que a estas alturas está por encima de casi todo y tiene la capacidad para abordar proyectos imaginativos, como éste que propone, con la garantía que ofrece sus siempre impecables interpretaciones. Desde luego, es opinable el mayor o menor grado de austeridad de su impronta, y un tema como el propuesto, «La ruta de Oriente de Francisco Javier», daría para infinidad de lecturas diferentes y maravillosas, como daría si se hiciera con «La ruta de la seda» o, si se quiere, «La ruta del primer astronauta ruso», que también podría servir como hilo conductor de un espectáculo musical de similar estructura.

Musicalmente el organigrama en el que se mezcla música occidental y música japonesa o india, ambas de milenaria antigüedad, se articuló con coherencia a través de una estructura definida: I. Ad processionem, II. Ad matutinum, III. Invitatorium. IV. Oratio. V. Invocationem. VI. Celebrationem y VII. Oraculum. A través de ella, y paralelamente en una especie de ruta vital y su evocación musical, recrea el periplo de Francisco Javier, en donde la música -partituras anónimas, «diferencias» de Venegas de Henestrosa, un motete de Cristóbal de Morales, un villancico de Pedro de Escobar, como tal por su estructura literaria, que no por su temática navideña, obras de Bartomeu Cárceres o la música japonesa e india- confluye en un resultado tendente a la exquisitez sonora y, por qué no decirlo, quizá no apto para estados de ánimo inquietos. La heterodoxa agrupación instrumental y el resultado estuvieron al alto nivel de lo esperado de un músico como Jordi Savall. Su mujer, Montserrat Figueras, sobrevalorada, quizás, en letras de imprenta para este evento, y también en el aspecto escenográfico del evento -aparece en el centro del escenario vestida en vaporoso granate sobre una tarima cubierta de verde y una gran alfombra multicolor, destinada más bien a los intérpretes indios y sus instrumentos-, con un forzado misticismo que no justifica su protagonismo escénico a la altura de su responsabilidad musical, menos aún como intérprete de cítara -sí había una buena intérprete de salterio uniformemente vestida de negro como todos los músicos de Hespèrion XXI y La Capella Reial de Catalunya-, ya que más bien parecía hacer «playback» de sí misma, del arpa y del mismísimo salterio. Vocalmente exhibe más derroche de gusto, el suyo, que virtuosismo o belleza vocal en su timbre. Aunque esto último sea, obviamente, subjetivo, no lo es que su dicción sea claramente deficiente, un poco mejor cuando entona sobre una especie de cuerda de recitado que cuando canta una línea melódica, donde se hace imposible entender lo que canta, sea en valenciano -catalán para algunos- o castellano. En cambio, el sobrio misticismo de los intérpretes japoneses resulta natural, es seña de identidad, lo mismo que la naturalidad del virtuosismo de Ken Zuckerman, sin asomo de pose escenográfica, o las sobresalientes intervenciones de Ichiro Seki y Yukio Tanaka. Al final todos los intérpretes merecieron aplausos, para un grupo más localizado, sinceros y nutridos bravos, para otros de discreto disfrute, e incluso somnolencia apuntaban algunos, que de todo ha habido entre las reacciones del público. Lo que no mereció aplauso fue la amplificación. Por la calidad del equipo, que no está pensado para reforzar una música sutil hasta el pianísimo, donde prevalecía un zumbido de fondo, y porque el conjunto y los solos mejoran con un discreto y casi imperceptible apoyo electrónico, pero no tan tosco -con zumbido añadido- y obvio -un poco por debajo hubiera sido más que suficiente- como el utilizado.

Lo cierto es que el contenido de los Conciertos del Auditorio ha abierto su abanico de posibilidades más allá de lo que Iberni -impulsor del ciclo desde su creación- planteaba, basado, principalmente, en grandes formaciones orquestales dedicadas al gran repertorio sinfónico. Esto no es ni siquiera discutible, aunque a diferentes sensibilidades musicales quizás abría que agrupar los abones de manera distinta.