Poco antes de las doce de la noche de ayer, Isolda moría. Y con la muerte, su amor por Tristán se convirtió en eterno. La princesa irlandesa y el caballero bretón yacían juntos en la semioscuridad, rota apenas por la luz del horizonte, que dominaba el escenario del teatro Campoamor. Y el aria «Mild und leise» de la protagonista, la «muerte de amor» («liebestod») de Richard Wagner, daba paso a una salva de aplausos. «Tristán e Isolda», de Wagner, una de las obras maestras en la historia de la música, regresó ayer al Campoamor. Y lo hizo para refrendar el éxito obtenido en su segundo estreno en Asturias, hace poco más de tres años.

Cinco horas antes -la función comenzó a las 7 de la tarde, debido a la larga duración de la obra-, en los pasillos del Campoamor se percibía la tensión previa al estreno. En 2007, la producción de Alfred Kirchner para la Ópera de Oviedo supuso una «experiencia emocional» para los aficionados. Ayer, la reposición del trabajo del director de escena alemán sirvió para ahondar en una producción de corte conceptual que, en palabras de Kirchner, busca «alentar la fantasía» dentro de «la fuerza imaginativa de la obra».

Los protagonistas de «Tristán e Isolda» huyen del día. La noche es el único momento en el que pueden estar verdaderamente unidos, y la propuesta de la Ópera de Oviedo refleja el tenebrismo que rodea a los amantes. Hecha a la medida del Campoamor, la producción tiene en el diseño de iluminación, obra de Eduardo Bravo sobre la escenografía de María Elena Amos, su mejor baza. Algo que, de paso, contribuye a ocultar las dificultades escénicas del Campoamor, puesto de nuevo al límite. Sobre el escenario y en el foso, del que emerge el fuego de la música de Wagner.

El triple debut del director de orquesta Guillermo García Calvo fue, junto al trabajo de Lang y Dean- Smith, quizás, el mayor logro de la velada. El maestro, asistente de Christian Thielemann en otras gestas wagnerianas en Viena, dirigía ópera por primera vez en España. Y Oviedo, con su debut en la temporada del Campoamor, es el lugar en el que García Calvo ha firmado el primer «Tristán» de su carrera.

A pesar de contar con una plantilla reducida respecto a las exigencias de la partitura -todos los profesores no caben en el foso-, la música de Wagner fue, aunque descafeinada, la verdadera protagonista de la velada. Para el público de la primera función, la última noche de ópera de la 63.ª temporada, que cuenta con el patrocinio de LA NUEVA ESPAÑA.

Los colores desplegados por la OSPA fueron la urdimbre sobre la que los solistas tejieron la historia de amor y muerte del caballero Tristán y de la princesa Isolda. El debut de la soprano Elisabete Matos tuvo en el tenor Robert Dean-Smith un Tristán con estilo y de exitoso recorrido, un férreo apoyo a la hora de afrontar cuatro largas horas de música -la «melodía infinita» concebida por Wagner- en la piel de un personaje al que dotó de intensidad. Cerca de ellos, los actores Antonio Velázquez e Izar Gayo, almas de los protagonistas, expresaron los sentimientos ocultos de los amantes. La propuesta de Kirchner deja a los cantantes libertad para hacer su trabajo. Tanto a los solistas como al resto del reparto. Un conjunto en el que también destacó el Kurwenal de Gerd Grochowski. Junto a él, como testigos de la historia, la mezzosoprano Petra Lang en el papel de Brangäne, y el debut del bajo Felipe Bou como Rey Marke. Javier Galán, Juan Antonio Sanabria y Jorge Rodríguez-Norton cierran un grupo de artistas entregado al «liebestod» wagneriano: la realización del amor a través de la muerte.