2 Luis Mario Arce

Primero fue el cormorán grande. Después, la garza real. Más adelante, la nutria. Ahora, también el martín pescador, el turón... Poco a poco, todas las especies del río que se alimentan de peces van siendo etiquetadas como enemigas por los pescadores, quienes les culpan de la disminución de truchas y salmones en los ríos asturianos y demandan controles en sus poblaciones. Sin embargo, se trata de una acusación sin pruebas que la sostengan y, en el caso del cormorán grande -la única de estas especies que ha sido objeto de estudio y de controles demográficos-, infundada, pues, si bien captura truchas y salmones, ninguno de los estudios realizados sobre su impacto en dichos peces indica que les perjudiquen. Los pescadores lo saben -algunos trabajos al respecto fueron encargados por asociaciones de pescadores y oportunamente archivados cuando sus resultados cuestionaron los supuestos daños-, la Administración lo sabe, pero aún así se sigue esgrimiendo el argumento de que el cormorán grande acaba con los salmónidos y se continúan autorizando controles de población.

El trasfondo de esta «guerra» al cormorán, que ahora se quiere extender a otras especies -por cierto, todas ellas protegidas-, es un concepto perverso de la conservación: la conservación para la explotación. No importan el bienestar de las poblaciones de truchas y salmones ni el equilibrio entre depredadores y presas. No importa, en fin, el ecosistema fluvial. Sólo interesa que haya peces que pescar. A esa idea corresponden las supuestas medidas de conservación de la fauna piscícola, limitadas de hecho a las repoblaciones, una práctica tan costosa como ineficaz e, incluso, contraproducente, si bien, para quien sólo quiere pescar, momentáneamente puede producir ficticias abundancias. Pero esos peces criados ex situ, que no se han visto sometidos a la selección natural en etapas clave de su desarrollo -lo cual genera taras e inadaptaciones-, alteran el ecosistema, en tanto crean nuevas relaciones de predación y de competencia por el alimento y por el espacio, e introducen nuevas enfermedades. Además, a la larga, no sólo no resuelven el problema -introducen peces inadaptados de baja supervivencia y no actúan sobre las causas reales, relacionadas con el deterioro del hábitat y con la propia presión de la pesca- sino que forman parte del mismo. El actual modelo de gestión piscícola, netamente productivista, es insostenible. Una gestión orientada a conservar protegería a los peces más grandes, los de mayor valor para la especie, y fomentaría la reproducción natural, por medio de mejoras en el hábitat (por ejemplo, restauración de frezaderos). De igual modo, dichos criterios llevarían a pescar excedentes, preservando un stock capaz de sostener a las poblaciones.

Frente a estas evidencias y consideraciones, los pescadores acusan a la fauna salvaje, basándose en el mero hecho de que el cormorán grande, la garza real, la nutria... comen peces. Con esa misma gratuidad se correlaciona el aumento reciente de tales especies con la disminución de los salmónidos, pero ambas tendencias no son paralelas. Tampoco es cierto el argumento de que el cormorán grande es una especie «de fuera». Hay restos fósiles y suficientes referencias históricas en la bibliografía naturalista que prueban que es una especie más de nuestra fauna. Si se tiene la impresión de que antes -unas décadas atrás- no lo había es porque a mediados del siglo XX estuvo al borde de la extinción en Europa y aquí no se recuperó hasta los años ochenta.

Cabe recordar, en todo caso, que comer peces no implica dañar sus poblaciones; por el contrario, los depredadores ejercen un control de las enfermedades y favorecen la selección de los ejemplares más aptos. En cambio, sí se han constatado efectos negativos de la pesca deportiva, que extrae a los mejores ejemplares y que merma la edad media de la población y la diversidad de clases de edad. En última instancia, se hacen necesarios estudios sobre la biología y la ecología de los peces y sobre el impacto de la pesca y de los depredadores para poder gestionar de forma adecuada tanto el recurso como los ecosistemas fluviales de los que salmones y truchas forman parte y que son valiosos en su conjunto, como ríos vivos, no como meras fábricas de peces.