Fuera, la cola crece a ojos vistas bajo la cruda luz del febrero madrileño. El sol no calienta demasiado, pero los que esperan saben que dentro, más allá de las verjas de la Fundación Mapfre, esperan una luz y un calor mucho mayores. De hecho, les aguarda la luz más viva del arte de todos los tiempos. Luz capturada, en algunos casos, hace casi siglo y medio en París, en Argenteuil, en Vétheuil, en Louvenciennes, en Marsella. Luz cuajada en óleo bajo el entusiasmo de lo que el cartel anunciador describe como «Un nuevo Renacimiento». La luz impresionista. Un nuevo modo de pintar -y, lo que es aún más importante, de mirar la realidad desde la pintura- que calcinó el clasicismo y que, después de un período de turbulencias, se coronó como cima de un nuevo canon y marcó el umbral, sin vuelta atrás, de todas las revoluciones artísticas por venir.

Ésa es precisamente la historia que se quiere contar a través del centenar largo de obras escogidas para «Impresionismo: un nuevo Renacimiento» de entre los muchos tesoros del «santa sanctorum» impresionista, el parisino Musée d'Orsay. Más allá del valor de cada uno de los cuadros que han viajado a Madrid, la muestra se presenta como la más extensa y coherente exposición sobre el movimiento organizada hasta la fecha en España, a partir de una reescritura de aquel momento auroral. La intención es borrar tópicos, suavizar particiones demasiado estrictas entre lo que nacía y lo que se dejaba atrás, mostrar a través de estilos coetáneos el modo en que se produjeron contactos, contaminaciones y simbiosis en un período de ebullición pictórica sin parangones. Un nuevo amanecer para la pintura occidental.

Nadie lo hubiera adivinado ante el taciturno grupo retratado en 1870 por Henri Fantin-Latour en la sobriedad del estudio de Édouard Manet, en el 34 de la rue de Batignolles. Manet, que pinta sentado, aparece rodeado por Claude Monet, Alfred Sisley, Auguste Renoir, el alemán Otto Schölderer, el escritor Zacharie Astruc y Émile Zola, portavoz y defensor de la renovación que defendían unos artistas que, ante el rechazo general, necesitaban presentarse así: serios, respetables y concentrados en la gravedad de la misión que se habían echado a las espaldas.

Igual que este cuadro, la muestra toma a Manet como eje de una aventura artística que, en efecto, se resume a la perfección en la andadura del autor de «Olympia»: del rechazo de los Salones a la Legión de Honor en apenas dos décadas; de la marginalidad a una devoción popular por el impresionismo que, incluso hoy, no admite parangones en pintura. En una estrategia que anticiparía la de las vanguardias medio siglo después, los renovadores se agruparon frente al rechazo oficiales, galvanizado por un academicismo que consideraban muerto, y se abrieron sus propios canales de exhibición y publicidad. Las reuniones en el café Guerbois y la estrecha convivencia -que Bazille reflejó en su mucho más animado «Un taller de Batignolles»- se caldeaban con el apremio por incorporar a la pintura el espíritu de un tiempo acelerado por el vapor y el carbón, el positivismo científico y filosófico, el afán por pintar la realidad tal cual se la percibe y se la vive, la ebullición de la vida urbana, el contacto directo con la Naturaleza que se quiere atrapar con sus mismas armas?

Pero el apremio no parecía ser compartido por el gusto imperante, congelado en la grandilocuencia del «pompier» histórico o mitológico. La organización, en 1874, de la Primera Exposición de la Sociedad de Artistas Pintores, Escultores y Grabadores en el estudio de otro pionero, el fotógrafo Nadar, señalaría con una contestación a los Salones oficiales la proclamación de guerra de quienes fueron bautizados, peyorativamente, por el crítico Louis Leroy como «impresionistas». El término reprochaba justamente aquello que los nuevos pintores buscaban de modos muy distintos: ser capaces de captar la transitoriedad de lo real, el roce de la luz sobre las cosas y las situaciones más cotidianas; un arte capaz de traducir la esquiva y compleja realidad en las propiedades físicas de una pintura que, a su vez, debería traducirse en reacciones emocionales inmediatas.

«Impresionismo» despliega todas las mañas de las que se valió aquella generación de pioneros para conseguirlo e intenta reconstruir para el ojo contemporáneo la revulsión que sacudió el ambiente. Del mismo modo que se consigue extrañar una palabra habitual a base de repetirla, quizás el mejor modo de recorrer esta muestra sea intentando deshabituarse de lo aprendido por el ojo moderno desde que estos artistas empezaron a pintar lo que tenían delante con manchas, fragmentos de color, pinceladas sueltas, para mirar estas obras con la extrañeza -ya que no el escándalo- que debió perturbar al parisino medio de la década de 1870. Algo nunca visto que, aún sin bautizar, desafía en los cortinajes, la ventana o la planta del retrato de Renoir o en la crudeza de la luz invernal de «La urraca» de Monet; en el remolino de pintura luminosa que se encrespa en el pecho de «La garza» de Sisley; en el resplandor que diluye el rostro de Victoria Dubourg pintado por Fantin-Latour? Una agitación que traducía había una necesidad formal, pero también otra espiritual. Al fin y al cabo, París intentaba reponerse tras las sangrías de la guerra franco-prusiana y la Comuna. Y a ello contribuyeron estos pintores de un modo que recuerda el verso del Nobel antillano Derek Walcott: proponiéndose «extraer luz solar de la sombra».

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El recorrido parte de «El pífano» de Manet, rechazado por el Salón de 1866, a modo de emblema de la ruptura. El pequeño músico anuncia con su toque distraído nada menos que la modernidad. El fondo diluido en gris uniforme, las generosas manchas de colores puros que crean un nuevo tipo de perspectiva, el acabado fresco y espontáneo, que desprecia la minuciosidad de la pintura académica? Ahí está todo lo que sus discípulos vieron en Manet para erigirlo en modelo y capitán. Manet cierra también la muestra con los espléndidos retratos de su última época -Mallarmé, Clemenceau- que delatan su plena aceptación artística y social junto a obras tan asombrosas como «La fuga de Rochefort», con la que reformuló a la altura de su republicanismo la pomposidad de la pintura histórica, o el minúsculo prodigio de «El espárrago», un rectángulo de 16,5 x 21,5 centímetros que concentra todo el milagro de la nueva pintura.

El núcleo de la exposición ocupa una sala en la que más de un espectador tiene que sofocar, literalmente, gemidos de éxtasis. En ella se repasa el legado de los tres grandes profetas de este «segundo Renacimiento»: Monet, Renoir, Sisley. La selección es apabullante: desde la delicada discreción con la que, en sus pinturas de Louvenciennes, el último incorporó las nuevas técnicas a cuadros rigurosamente compuestos hasta la explosión de pura pintura en un «muro Monet» donde se encadenan «La rue Montorgueil» -por ahí empieza a brotar el expresionismo alemán e incluso el americano-; la «poesía de las estaciones» de Zola, destilada en la mezcla de la geometría del hierro y la evanescencia del vapor en Saint-Lazare, o su portento de luz de oro sobre el abocetado verdor de «Las Tullerías»; desde la maestría de Renoir para transformar la realidad en gozo a través colores tumefactos como los que inundan la composición en «El barranco de la mujer salvaje», «El Sena en Argenteuil» o en el retrato de la opulenta Madame Hartmann, a punto de diluirse en una bruma de pintura, hasta el brío con el que un Monet desesperado intentaba cazar en el viento o pescar en los reflejos del agua en la laguna de Argenteuil, mientras exclama: «¡Es horrible esta luz que se escapa llevándose el color!».

Impresionistas

e impresionados

A pesar de su título, no todo es impresionista en una exposición que pretende poner en contexto y evitar simplificaciones. Varias secciones muestran antecedentes, resistencias y efectos a lo hecho por Manet, Monet, Sisley o Renoir en la pintura oficial, en el realismo, en el simbolismo o en la obra sus sucesores.

Respecto a los antecedentes, el visitante podrá tomar nota de la poderosa influencia del barroco español -Velázquez, siempre- y la escuela holandesa, siempre empeñada en exprimir la belleza que se esconde en lo más banal. La afinidad con los pioneros del otro lado del Atlántico se plasma en el emblemático retrato de la madre de Whistler y su renovadora concepción de la «música» formal de lo pintado. También, a través de autores como Courbet, Millet o Caillebotte, queda claro el modo en que la herencia hispano-holandesa, reformulada en el realismo francés, despertó la atención, sin idealismos, hacia la naturaleza captada «vis a vis» y a los nuevos temas y enfoques suministrados por la vida urbana en un París que era ya el de Baudelaire, antes de que el impresionismo asumiera sin reservas esa misión con métodos inéditos.

Del mismo modo, se registra la influencia que los impresionistas instilaron en los pintores más inquietos de entre los oficialmente «aceptados» y en tendencias coetáneas, a través de obras de Tissot o Stevens y las enfermizas exquisiteces del simbolista Moreau o del enigmático Puvis de Chavannes.

El arrogante Degas, un impresionista aparte, se mantiene también aparte en la exposición con una selección de obras que muestran su pasión por el instante y la fugacidad del movimiento en sus escuelas de danza, carreras del caballos y en escenas triviales como la que recoge la maravillosa «El pedicuro» (1873). Y, como lo estuvieron en vida, Pisarro y Cézanne aparecen como camaradas en sus respectivas interpretaciones de una renovación que, a través sobre todo del segundo, desbrozará definitivamente el camino hacia el cambio de paradigma cubista.

Esta apasionante crónica del viaje de la pintura hacia el ojo y la emoción humanos (y de las dificultades del ojo y la emoción para llegar a hacer ese recorrido en sentido inverso), tendrá, por cierto, una oportuna continuación dentro de unos días, cuando, el próximo 23, Museo Thyssen inaugure, a unos minutos de la Fundación Mapfre, «Monet y la abstracción». Otra cola bajo la luz fría del febrero madrileño que sin duda merecerá la pena.