Roma sigue siendo Roma. Llamaba la atención la ingente multitud de peregrinos y turistas que acudían a la ciudad de los Papas en todas las estaciones del año. Mucho joven de mochila y los orientales con su sofisticada cámara fotográfica. El atractivo, decían, la personalidad seductora de Juan Pablo II. Por cierto, su tumba en las criptas vaticanas sigue convocando a gentes de todas las edades, razas y pueblos, que, suplicando o agradeciendo, se paran silenciosamente ante su sencillo sepulcro. Sí, para el pueblo fiel es santo. Los que hemos tenido la suerte de estar alguna vez en su cercanía y verlo orar, hablar, celebrar, no nos caben dudas. Era un hombre de Dios, movido e iluminado por su Espíritu, aunque decir hombre equivale a decir limitación. Su beatificación anunciada para el 1.º de mayo es el cumplimiento de un deseo y reconocimiento universal.

Se pensó que su sucesor, el anciano, ampliamente septuagenario y tímido Benedicto XVI, no podría mantener esas afluencias, ni concitar el interés por verlo y escuchar su palabra en los reducidos pero espléndidos territorios vaticanos. Acabo de estar en la Ciudad Eterna. La cola de gente más larga del mundo, que se mantiene día a día, es la de la entrada a la Basílica de San Pedro. Los actos más concurridos siguen siendo la audiencia a los peregrinos en la sala Nervi o de Pablo VI, todos los miércoles, donde concurren cerca de diez mil personas, que son las que permite su capacidad (muchos se quedan sin poder entrar); y el rezo del ángelus de cada domingo o día festivo en la plaza de San Pedro, donde numerosos grupos alzan banderas o signos para decirle al Papa, que se asoma en la ventana a los doce en punto, que le saludan, escuchan su palabra y le expresan la comunión con la Iglesia.

Cada Papa aporta a la Iglesia el don o carisma que Dios le dio. Benedicto XVI, por encima de otros, posee el de saber exponer la fe, el de traducir las verdades que componen nuestro credo y nuestra doctrina en explicaciones inteligibles, cercanas, comprensibles a la cultura de nuestra época. Así lo hace en homilías, mensajes, alocuciones y discursos. Sus pronunciamientos anuales están siendo publicados con gran éxito de ventas. Buscan atajar el desconocimiento y confusión en fundamentos de nuestra fe que tienen muchos cristianos y, por otra parte, acierta a explicarlos y proponerlos en esa clave en la que razón y fe no se contradicen, sino que se complementan. Para Benedicto, allí donde la razón ya no alcanza sale en su búsqueda la fe y allí donde la fe enciende su luz sale en su inteligencia la razón. Como afirmó más de una vez, el que nos dio la capacidad de la razón y la inteligencia es el mismo que es objeto de nuestra fe y se nos reveló en Jesucristo y nos dirigió su palabra. No puede confundirnos.

Este miércoles pasado llamó la atención su catequesis y exposición de la verdad de nuestra fe del purgatorio. Pertenece al acervo de nuestra identidad católica. No todo lo que se ha dicho de él, tanto en predicaciones o novenarios como en explicaciones y representaciones más o menos acertadas, pertenece a la fe. Abundaron, en un tiempo, la imaginación popular, las comparaciones alucinantes, las leyendas y las supersticiones. Quién no ha oído contar en esfoyazas o púlpitos, en Galicia y en Andalucía, en la Asturias profunda o en el té de las señoras de visón apariciones de difuntos encadenados, descripciones como fraguas de fuego o quejidos de compasión y misericordia. Hasta el Concilio de Trento lo reconoció y tuvo que salir al paso pidiendo mesura y sensatez imaginativa a los predicadores. No hay duda de que la forma de la predicación de la indulgencia aplicada a los difuntos para aliviar sus penas purgativas, además de sus presupuestos doctrinales, contribuyó a que Lutero negara la existencia del purgatorio. El mismo Papa, este miércoles, reconoce que todavía hoy se dan excesos retóricos y literarios que levantan temor y miedo. No son propios de una teología actual.

En las catequesis de los miércoles, Benedicto XVI va sirviéndose de la vida y la obra de los Santos Padres o de las biografías de los santos, para estimular nuestra fe. Esta semana pasada le correspondió el turno, en una lista de santas mujeres, a Santa Catalina de Génova, mujer nacida en el segunda mitad de siglo XV y que recibió una buena educación religiosa. Contrajo temprano matrimonio con un comerciante y militar con el que tuvo grandes dificultades por su afición a los juegos de azar, que le llevaba al despilfarro. Ella misma se dejó arrastrar por el mundanal ruido. Pero un día tuvo una insólita experiencia en la iglesia de San Benito. Cuenta que, al intentar confesarse, «recibí una herida en el corazón del inmenso amor de Dios» que le hizo ver y sentir la inmensa bondad de Dios, en contraste con miserias y pecados. Casi se desmaya. Alguien puede dudar o censurar despectivamente estas manifestaciones. Sobran testimonios de personas, muy alejadas y desentendidas de Dios y de todo lo religioso, que confiesan con sinceridad haber tenido estas experiencias místicas que transformaron radicalmente su vida. Las más conocidas son las de Manuel García Morente, catedrático de Ética, y André Frossard, diputado y ministro en la III República y primer secretario del Partido Comunista francés. Éste la cuenta en un libro que ha sido «best-seller»: «Dios existe. Yo me lo encontré». Estos encuentros con Dios, en gente sencilla, son más frecuentes de lo que pensamos.

Lo importante para esta Catalina de Génova es que aquel amor de Dios que la inundaba se tradujo en un comprometido amor al prójimo en el Hospital Pammatone. Con su ejemplo y entrega, atrajo no sólo a otros seguidores, sino a su marido, que cambió radicalmente de vida.

Pero lo más peculiar, y que ha sido el núcleo de esta última catequesis con gran eco en los medios de comunicación, es su pensamiento o descripción del purgatorio. La forma de describirlo contrasta con la concepción más extendida en su tiempo, ligada a un espacio. El purgatorio se representa como un lugar donde éramos llevados al morir y durante el tiempo necesario sufríamos las penas que habíamos merecido por nuestros pecados. Basta con recordar la imágenes de la Virgen del Carmen sobre un escenario del purgatorio envuelto en llamas o aquellos cánticos tan tétricos en los cultos vespertinos de las parroquias en el mes de noviembre, donde los hombres, con voz grave, cantaban: «Romped, romped mis cadenas?». Se asemejaba, en la imaginación popular, a un pequeño infierno temporal.

Para esta Santa Catalina, ya en ese siglo XV, el purgatorio no es lugar donde se reciben penas para expiar nuestros pecados, sino que es un «proceso» en el que la experiencia intensa del amor que Dios nos manifiesta contrasta con nuestro estado de pecadores no totalmente purificados, lo que causa que el amor se vuelva como un fuego abrasador que nos va purificando para poder conseguir la visión y la unión plena con Dios. Los padres griegos dirán que nos va divinizando y devolviendo a su pureza la imagen de Dios, a cuya semejanza hemos sido creados. Ese amor se vuelve llama y sufrimos por no haber correspondido a la bondad que Dios ha tenido siempre por nosotros.

La verdad católica sobre el purgatorio ha sido objeto de tres concilios: Lyon, Florencia y Trento. Es cuestión que afecta al ecumenismo y, sobre todo, justifica la praxis antiquísima de la oración y el ofrecimiento de ayuda a los hermanos difuntos, especialmente por la celebración de la eucaristía (las misas por los difuntos). Algunos de sus puntos son en la actualidad objeto del debate teológico. Lo ha sido especialmente en los años setenta, en el que tuvo una importante contribución nuestro gran teólogo Juan Luis Ruiz de la Peña, no sin haber sufrido algún serio disgusto. El teólogo J. Ratzinger también terció en la discusión y fue entonces, al poco de ser elegido Arzobispo de Múnich en 1977, cuando publicó su «Escatología» (esjaton = lo último), dedicada a sus alumnos de Ratisbona, última etapa de su profesorado. Es ahí donde polemizó con algunos teólogos que afirmaban (G. Lohfink, G. Greshake, J.Gnilka) que la resurrección en su plenitud se realizaba en el instante después de la muerte de la persona. Ratzinger defendió que era necesario mantener el llamado «estado intermedio» entre la muerte y la resurrección universal porque es más conforme a la Sagrada Escritura tanto del A. T. como del N. T., con la doctrina de San Pablo, con la práctica primitiva de la oración por los difuntos y con la verdad de la comunión de los santos. Se habla de «estado» o de «paso» que tiene mucho que ver con la experiencia mística que podemos ver en Santa Teresa o San Juan de la Cruz. No se habla de tiempo, porque «el momento transformante de ese encuentro con Cristo escapa a las medidas terrenas del tiempo». Naturalmente que en el fondo de esta cuestión está una antropología y la unión que se da entre alma y cuerpo. Esta explicación de la verdad dogmática del purgatorio no nos resulta ajena a nosotros. El amor humano, el intenso amor humano, cuando lo sentimos, también nos purifica, sentimos un vivo deseo de amar más y va haciendo más transparente la relación entre aquellos que se aman. El amor abre a la verdad.