Murcia, Andrés TORRES

El «S-80» iba a ser el primer submarino de diseño exclusivamente español, era el proyecto estrella de Navantia y, para muchos expertos, la obra de ingeniería nacional de mayor relevancia en décadas. Las casi 100 toneladas de sobrepeso de los equipos que se debían instalar en el interior de la nave y que han paralizado la obra son un varapalo que apunta directamente a la línea de flotación de los astilleros públicos españoles.

La situación económica que atraviesa Navantia ya era más que delicada en las factorías de Ferrol y Cádiz, donde los contratos brillan por su ausencia y los trabajadores día sí, día también, se lanzan a la calle y radicalizan sus protestas para que les llegue algún barco que echarse a las manos. Navantia incluso se había planteado que operarios ferrolanos y gaditanos se desplazaran temporalmente a Cartagena para sumarse a la construcción de los sumergibles, ante la falta de ocupación en sus astilleros gallegos y andaluces.

El «S-80» era la tabla de salvación, el mensaje en la botella con el que la empresa pública de construcción naval se presentaba en los mercados internacionales para presumir de tecnología y modernidad. Y todo se ha ido al traste por una cuestión de peso. La vía de agua que se ha abierto en la compañía como consecuencia de este «accidente» es considerable, y cabe preguntarse si será capaz de soltar los plomos y emerger o si se irá definitivamente al fondo.

Y lo peor es que la sensación que se transmite es que nadie se dispone a agarrar el timón con fuerza para aguantar la nave y sacarla a flote. Eso es al menos lo que sienten los trabajadores del astillero, que ya denuncian abiertamente la situación de caos y desgobierno en una compañía que se ha dirigido a golpe de decisiones políticas, de designaciones de responsables a dedo que han manejado la empresa en función de sus gustos y preferencias, pero sin respetar lo que hacían sus antecesores y sin apenas criterios técnicos, lamenta la plantilla.

De hecho, en el astillero cartagenero achacan el sobrepeso del submarino a la falta de coordinación entre los dos equipos que se formaron para el diseño del proyecto. Por un lado, se trabajaba en la nave, en el casco, y, por otro, en los sistemas y equipamientos que se tenían que instalar en el interior. Las casi cien toneladas que le sobran pueden parecer pocas si se comparan con las más de 2.000 que debía pesar el submarino, pero son una auténtica barbaridad cuando se comprueba que equivale a desmontar por completo el sistema de propulsión independiente del aire, bautizado como «AIP». Y es, precisamente, este novedoso sistema de propulsión lo que distingue al «S-80» respecto a sus competidores, lo que iba a convertirlo en el submarino convencional más avanzado del mundo, gracias a que permite que el sumergible pueda estar mucho más tiempo en inmersión y sin necesidad de subir para renovar el aire desplegando el «snorkel». La desesperación entre los trabajadores es tal que plantean incluso que la primera de las cuatro naves que se están construyendo para la Armada española se termine sin este sistema «AIP», con el fin de poder cumplir los plazos iniciales y evitar el retraso de dos años anunciado por Navantia.

Si no hubiera surgido esta tormenta, el primero de la serie 80, el «S-81» -que, paradójicamente, va a llevar el nombre del inventor cartagenero Isaac Peral- ya debería estar en el agua o a punto de su botadura para continuar con la obra en el interior hasta entregárselo a la Armada a principios del año 2015.

Sin embargo, el escenario que se encuentra Navantia es el de un submarino dividido en secciones que no puede ensamblar, porque los equipos construidos para su interior, simple y llanamente, no caben. Para más inri, ha tenido o ha querido recurrir a la ayuda y asesoramiento de una empresa norteamericana vinculada a la US Navy, llamada Electric Boat, para solucionar el entuerto, por lo que cabe cuestionarse hasta qué punto se mantiene la exclusividad española.

Además, sus consejos le cuestan a las maltrechas arcas de la Defensa española catorce millones de euros y ya se apunta a que la solución que van a plantear -entre las que parece ganar enteros la de alargar la eslora del sumergible unos seis metros- puede aumentar el coste del proyecto en unos 800 millones de euros, un 35% más de lo previsto inicialmente.

Pese a todo, ya hay quien piensa que el mayor daño es el que se ha hecho al prestigio de unos astilleros que se habían convertido en un referente mundial en la construcción y mantenimiento de submarinos y que aspiraban a construir al menos un sumergible al año con su producto estrella, el «S-80». Seguro que los principales competidores franceses de la DCN y los alemanes de la HDW no están muy afectados por el fiasco español y hasta puede que se alegren de ver cómo Navantia puede estar echando por tierra más de medio siglo de buena reputación en el exigente mercado de la construcción de submarinos.

Los trabajadores de Navantia en Cartagena asisten atónitos e inquietos al desarrollo de los acontecimientos y al baile de cifras multimillonarias que se barajan para resolver el problema. Y, sobre todo, urgen a que se adopten soluciones ya, a que no dejen pasar más tiempo y a que, de una vez por todas, se aplique la sensatez y se deje de lado la política.

Ni siquiera piden dimisiones ni buscan responsables, les preocupa el futuro de la compañía y, por ende, el de ellos mismos, y reclaman agilidad a la hora de enderezar el rumbo. Ya ha rodado la primera cabeza, la del consejero delegado, Jaime de Rábago. Y aunque la han presentado como una dimisión motivada por cuestiones de salud, a nadie en Navantia se le escapa que sus relaciones con el presidente, José Manuel Revuelta, eran peor que malas, y, ante las dificultades, éste se lo ha quitado de en medio.

Sin embargo, hay quien pide más víctimas que carguen con la vergüenza de haber llevado prácticamente a pique al «S-80» -y con él a Navantia entera- sin ni siquiera rozar el agua.