Joseph Townsend, viajero inglés que se acercó a Asturias en 1786, repara en las notables semejanzas entre el Principado y la isla: «La semejanza de Asturias con algunas partes de Inglaterra es sorprendente. El aspecto del país es el mismo por su verdor, sus cierres, sus setos vivos, sus hileras de árboles y sus bosques; llama la atención la misma mezcla de arboledas, de tierra de labor y de ricos pastizales; la misma clase de árboles, de cosechas, de frutos y de rebaños. Uno y otro país son excesivamente húmedos en invierno; sin embargo, esto mismo les proporciona un gran resarcimiento en el verano y los dos gozan de un clima templado, si bien, en cuanto a humedad y calor, éstos se extreman algo más en Asturias». No es el único que apunta tales parecidos, razón por la que Ana Clara Guerrero, en su libro «Viajeros británicos en la España del siglo XVIII», llega a la conclusión de que «sus recorridos por el norte de España llevan en ocasiones a los viajeros a Cantabria y Asturias, zona que por su similitud natural con el país de origen merece menos comentarios».

Posteriormente, serán españoles interesados en el desarrollo de su país y preocupados por situarlo a la altura de los más avanzados de Europa, quienes adviertan las similitudes entre Asturias e Inglaterra. En Asturias, al igual que en Inglaterra, abundan el agua y el carbón, los dos motores del industrialismo moderno. «Asturias tenía carbón, poseía la materia prima de la industrialización -afirma el profesor Ojeda-. Disponía, además de otros materiales, de abundantes aguas para aprovechar como fuerzas motrices, de numerosos brazos para garantizar la economía de mano de obra y de una adecuada localización a lo largo de la costa para asegurar fáciles comunicaciones: parecía en consecuencia "predestinada por la naturaleza a un gran porvenir industrial"». No obstante, carecía de otro elemento indispensable, señalado también por Germán Ojeda: «Asturias carecía en cambio de capitales. Hasta entonces sus altas montañas y sus verdes suelos albergaban a unas gentes que tenían el mar -y la emigración- por horizonte, y la tierra -el maíz y el centeno- por fatiga. Así que cuando supo que "el carbón era oro" no tuvo con qué explotarlo. Vinieron los dineros del Estado -Fábrica de Trubia, Ferrocarril de Langreo-, acudieron también las divisas extranjeras -de Inglaterra, de Bélgica, de Francia-, llegaron finalmente pesetas de otras Españas -de Vizcaya, de Madrid-. Y excavaron pozos, despoblaron montes y levantaron fábricas, porque como dijo uno de los primeros visitantes, Alejandro Aguado, «donde hay carbón, hay de todo».

Alejandro Aguado había nacido en Sevilla en 1785. Afrancesado notorio, pasó a Francia siguiendo los restos del Ejército francés de la batalla de Vitoria, y allí, dedicándose más a los negocios que a la política, labró en poco tiempo una gran fortuna, que permitió que fuera olvidado su afrancesamiento, ya que sus ayudas a la decaída economía española llegaron a granjearle incluso la amistad de Fernando VII, el cual correspondió a sus créditos, otorgados en condiciones muy convenientes, concediéndole el título de marqués de las Marismas del Guadalquivir. La Casa Aguado, de París, llegó a ser una de las grandes empresas financieras de aquel tiempo, por lo que no es de extrañar que buscara terrenos todavía sin explotar en los que hacer inversiones, y buscando donde invertir, llegó a Asturias, constituyendo en 1838 la Sociedad de Siero y Langreo, que integraba varias minas situadas en aquellos concejos. Para dar salida al carbón procedente de estas minas, retomó el proyecto de la Carretera Carbonera entre las cuencas de Langreo y el puerto de Gijón, en el que había trabajado Jovellanos medio siglo antes.

El trazado de la carretera, tal como la proyectaba Jovellanos, partiría del puente de Turiellos, en La Felguera, para subir al monte del Carbayín y desviarse hacia Muñó para entrar por el alto de La Collada en el valle del Piles. El proyecto de Aguado modificó este itinerario, pues en lugar de torcer hacia el Este para ganar el Piles por La Collada, se siguió en dirección norte por el alto de La Madera. Para llevarlo adelante, Aguado constituyó la Empresa del Camino Carbonero de Asturias, que recibió colaboración económica de la Diputación provincial después de haber obtenido del Gobierno la concesión de su explotación por un período de veinte años. Esto es, de una parte era una carretera subvencionada y de otra, una carretera de peaje. Las obras, que cubrieron los treinta y cuatro kilómetros existentes entre el puente de Turiellos y Gijón, tardaron cuatro años en ejecutarse, con un coste de cinco millones de reales. Finalmente, el 12 de mazo de 1842, la carretera, cuyas obras se habían iniciado a partir de un cartel en el que estaba escrito «Camino carbonero», llegaba a Gijón.

Alejandro Aguado se trasladó a Asturias acompañado de un séquito de técnicos y asesores. Estaba convencido de que Asturias, a partir de su impulso, llegaría a ser la «pequeña Inglaterra», para lo que se había dado el primer paso importantísimo. Porque el principal problema asturiano, el de las comunicaciones, estaba resuelto. Ahora sólo faltaba explotar la riqueza carbonífera y sentar las bases de una poderosa industria, de acuerdo con su conocida afirmación de que «donde hay carbón, lo hay todo».

El antiguo colaboracionista que había intervenido en la guerra de la Independencia como jefe de escuadrón en el Estado Mayor del mariscal Soult, y más tarde coronel de un regimiento y hombre de confianza del mariscal, y que al poco tiempo de exiliarse ya era uno de los hombres más ricos de Francia, que tenía un palco en la ópera tan suntuoso como el del rey y una galería de pinturas que consideraba superior al Louvre, y que de vuelta a España financió las obras del canal de Castilla, desecó el Guadalquivir (de ahí su título) y fue considerado, entre 1824 y 1830, como el motor del «milagro del crédito español», estaba a punto de iniciar el negocio de más amplio aliento de su portentosa carrera. Pues el proyecto de Aguado no sólo incluía la explotación carbonera, sino que había obtenido, como ayudas a la construcción de la carretera, la concesión de dos portazgos y los derechos del vino y de la sal que se consumían en Asturias. La Sociedad Aguado Muriel y Compañía, después constituida en la Sociedad de Minas de Siero y Langreo, reunía medio centenar de minas. A esto hay que añadir que se disponía a comprar las marismas de Avilés y otras fincas para la explotación de ganado vacuno selecto de leche y carne y la fabricación a gran escala de mantequillas saladas y quesos. De manera que las riquezas asturianas más evidentes, el agua y el carbón, los pastos y los ganados, se reunían en una empresa singular que incluía minas, industrias pesadas, manufacturas y la ampliación desmesurada de las producciones alimenticias tradicionales. Pero tan grandes proyectos se quedaron en proyectos, porque el 12 de abril de 1842, mientras Alejandro Aguado comía en la posada gijonesa El Águila de Oro, murió repentinamente, según Jesús Evaristo Casariego a consecuencia de un «soponcio». Los proyectos no se materializaron, y los ya realizados decayeron o fueron utilizados en labores de menor empeño que aquéllas para las que habían sido previstos. Como escribe Rafael Anes en su libro «Asturias, fuente de energía»: «El trazado de la Carretera Carbonera, de 34 kilómetros, obligó a levantar 9 puentes y 177 alcantarillas, y tuvo un coste que sobrepasó los 4.000.000 de reales. Una vez terminada no sirvió para transportar por ella grandes cantidades de carbón, porque con los carros difícilmente se ponían alcanzar volúmenes altos de tráfico, y tampoco el precio de ese transporte fue bajo, pues la viuda de Aguado, para resarcirse de coste de construcción, estableció un peaje alto».

Aunque el carbón podía ser trasladado en carros hasta el puerto, éste siguió importando avellanas hacia Inglaterra y Holanda como principal actividad. Y lo mismo ocurriría con el ferrocarril que entraría en funcionamiento pocos años más tarde. Esta línea de ferrocarril de Langreo a Gijón será la cuarta que discurra por territorio español, después de la de La Habana-Güines, concluida en 1837, y en la Península, las de Barcelona-Mataró y Madrid-Aranjuez. La construcción de la línea se inicia en 1847 bajo la dirección de José de Elduayen, con un ancho de vía de 1,45 metros. La línea quedó terminada en el verano de 1856, «lo que animará a los inversores a montar fábricas de hierro en las inmediaciones de las minas, que para las técnicas que entonces se empleaban era la localización económica racional», según escribe el profesor Rafael Anes. Pero, entre una cosa y otra, el industrialismo asturiano ha perdido un tiempo precioso desde Jovellanos acá, y aunque los acontecimientos se aceleran después de las iniciativas de Aguado, da la sensación de que Asturias, ya que de trenes se habla, ha perdido el tren.