La fiesta de la cultura, celebrada en Los Maizales, en Gijón, era la gran concentración «lúdica» de la izquierda asturiana. La sonrojante pedantería del viejo profesor ya había puesto en circulación las palabras «lúdico» y «ética», que empezaba a utilizar todo el mundo con ínfulas de izquierdoso con el mayor desparpajo y la mayor parte de las veces, con la mayor inoportunidad. Por ejemplo, un individuo podía ser «lúdico» porque contaba un chiste, y «ético» sólo por ser de izquierda, con lo que, dándolas por sinónimas, la «ética» desplazaba a la «moral», palabra que subsistía sólo en el término «catadura moral», que otro Enrique, Mújica Herzog, había utilizado contra el notario Trevijano y que un tipo inútil e impresentable llamado Toño, «El Poeta», solía emplear viniera o no a cuento. La fiesta de la cultura se denominaba «de la cultura» por la buena razón de que la animaban ínfulas marxistoides, y aunque por aquel entonces no se había llegado a abusos como considerar «cultura» a escribir cursilerías como que tal distinguida señorita acaba de llegar de México o a andar en madreñas y beber sidra como «manifestaciones culturales», se tenía por indiscutible que la totalidad de la «cultura» era de izquierda, y lo demás, pura reacción, aunque se tratara de don Francisco de Quevedo o de William Shakespeare. Los llamados «cantautores» gozaban de un prestigio inexplicable, y yo nunca entenderé en qué se asentaba el de Paco Ibáñez, si no fuera porque vivía en París, o por qué se sigue considerando un acto de valentía frente al régimen por parte de Serrat, cuando de lo que se trataba, cuando pretendió cantar «La, la, la» en el bable de su tierra, era de incumplimiento de contrato. Como la izquierda era muy «lúdica», según queda dicho, la ideología se trasmitía por medio de canciones, cuando no por versitos-consigna del tipo de «Sí, sí, sí, / Dolores a Madrid», que aunque fueran de Alberti tenían su equivalente en una soflama revolucionaria cubana que solía repetir Marisa Castro: «Cuchillo, cuchillo, la hoz y el martillo, / cuchara, cuchara, que viva el Che Guevara». Con tan fastuosos conceptos de la cultura, así lució el pelo cultural en este país.

La fiesta de Los Maizales venía celebrándose desde hacía algunos años, si bien no autorizada, tampoco expresamente prohibida. En sus primeras versiones era un picnic de los comunistas, y allí se lucía el camarada Areces con chaqueta de cuero negro de comisario político aunque fuera pleno agosto. A mí me llevó en alguna ocasión Matilde Rodríguez-Castellano, porque era novio de su hermana, y allí oí cosas que no se oían fuera, e incluso tardarían en oírse. Pero los comunistas, con todos sus defectos, eran los únicos que no se arrugaban ante la dictadura y los únicos también que le plantaban cara.

La fiesta del año 1976, celebrada el domingo 8 de agosto, constituía su quinta edición y presentaba unas características novedosas. Ya no se efectuaba con la impresión de estar en las catacumbas, sino al aire libre, esto es, como los años anteriores, aunque sin miedo a la Policía. Pocos días antes, a finales de julio, se había concedido una amnistía que beneficiaba a cuatrocientos de los seiscientos presos políticos que había en España. El más conocido era el dirigente comunista Simón Sánchez Montero, pero quedaban dentro Genoveva Forest, el etarra Wilson y los miembros de la Unión Militar Democrática, también conocidos por los «húmedos». Raúl Morodo, del PSP, se apresuró a declarar que ya se habían puesto las bases para el diálogo con el Gobierno. Pero las cosas seguían complicadas y complicándose, porque el 31 de julio estallaron bombas en varias ciudades españolas y en Sevilla hubo dos muertos.

La concentración de Los Maizales tenía lugar por primera vez fuera del ámbito endogámico del PC. En esta ocasión se trataba de que acudiera mucho público, sin que importaran las afiliaciones, pero que dejara pequeño el mitin que estaba previsto que diera Felipe González el próximo domingo, día 15, también en Gijón. Para organizar el festejo se celebró una reunión a la que, por cierto, no acudieron los socialistas, y se decidió que ya que se trataba de una celebración unitaria (palabra muy en boga por aquel tiempo), no se desplegaran banderas partidistas, aunque las organizaciones sindicales podían llevar carteles. Asimismo, los miembros del servicio de orden serían aportados por los partidos, sindicatos y demás organizaciones convocantes. Tal como se esperaba, Los Maizales y alrededores estaban a rebosar antes del mediodía: antifranquistas de la más variada clase y condición, comunistas de vieja guardia, adolescentes lúdicos, niños bien de Gijón, modernos y progresistas en general, cejijuntos ideólogos a la izquierda del PC, algún obrero y los cantantes: porque los cantantes o «cantautores» eran indispensables en las fiestas de los comunistas como trasmisores de ideología, de la misma manera que el candidato Gómez Llorente lo era en las del PSOE. Mucha izquierda que hasta entonces no se había manifestado como tal salía al campo y la CNT se mostraba en sociedad por primera vez, al cabo de cuarenta años.

Yo había ido desde Oviedo, en compañía de Almudena y Paquito Peralta. Tuvimos que dejar el coche en las inmediaciones de la Universidad Laboral e ir andando hasta Los Maizales, adonde llegamos sobre las dos de la tarde. Entramos en un prado enorme, lleno de gente y bordeado de castaños. Cruzando un camino, había un bar, lleno hasta los topes. Pregonaban sus productos los vendedores de pegatinas, de «pósteres», de bebidas con y sin alcohol, de banderas republicanas, de folletos, de fotografías de los líderes: de La Pasionaria, de Carrillo, de Marcelino Camacho... Compré de todo y todo lo fui perdiendo. Todo el mundo se saludaba, todo el mundo reía. Se veían viejas amistades, compañeros de colegio o de Universidad, antiguas novias... Todo el mundo parecía dispuesto a disfrutar y a sentirse unitario (todavía no se había devaluado hasta la exageración la palabra «solidaridad», que, por lo demás, aquí no venía a cuento). Las chavalas mostraban todo lo que podían sus carnes morenas y los «compañeros» sus barbas adustas, sus gafas clericales de lectores de «El Capital» y del «Manifiesto» ¡Lo que podía darse por volver a una jornada como aquella, aunque hoy no dimitiera de ser un pequeño burgués!

Pero en medio de este ambiente tan festivo y tan «unitario», se produjo un incidente bastante desagradable. Aunque, como queda dicho, se había decidido que no se enarbolaran banderas partidistas, CC OO colocó un cartel que produjo un enfrentamiento con UGT. Juan Muñiz Zapico, el inolvidable «Juanín», que acababa de salir de la cárcel y asistía a la fiesta por primera y única vez en su vida, medió con sentido común y sentido unitario, proponiendo a los suyos que quitaran el cartel, pero el cartel se mantuvo pese a todo, porque algunos elementos de cierta tendencia del sindicato se opusieron a que se quitara, aunque no llegó la sangre al río. Esta actitud fue apoyada por el dirigente del PTE Alfredo Augusto, buen amigo mío de los tiempos del colegio, alegando que la libertad de expresión estaba por encima de compromisos circunstanciales.

Otro compañero de colegio, Juan Cueto, leyó el pregón, en el que acusó a la Universidad de inútil, no sé si por algún motivo concreto o porque algo hay que decir en un pregón, pero lo cierto es que entre tanta gente y con una megafonía deficiente, se le oía muy mal. Además, el pueblo soberano deseaba escuchar a los cantantes y ver a los líderes. Así que, después del discurso de Cueto, llegó el turno de los cantautores: el Tordín de Frieres, Ovidio Montllor, Víctor Manuel (que cantó a la Pasionaria), Rosa León (que enalteció líricamente a Julián Grimau, reconocido humanista), etcétera. También intervino un representante de la oposición guineana, aportado por Antonio Masip, y terminadas la retórica y la lírica, empezaron a pasear los «líderes».

Yo me encontraba comiendo sobre la hierba con Covi, Almudena y Peralta cuando en torno nuestro se levantó un clamor: «Se siente, se siente, Simón está presente». Y allí estaba, en carne mortal, con los cabellos cenicientos y gafas gruesas, sonriente, accesible, humano, heroico, luchador, histórico, el mismísimo Simón Sánchez Montero. Nos levantamos a verle de cerca. yo antes solía llevar bastón siempre que salía al campo: en esta ocasión lo dejé al lado del mantel, pensando que estaba entre compañeros. pero al regresar, en lugar de mi bastón había un bastón ortopédico, y poco después llegó una chica coja, diciéndome que aquel era su bastón y que se lo habían robado, en tanto que un grupo de barbudos paseaban unas bragas negras entre gritos anarquistas y usando mi bastón como mástil. No lo recuperé.

Por todas partes había banderas anarquistas, castellanas, catalanas, gallegas, mucho puño en alto y unas veinte mil personas.