Gijón, Eloy MÉNDEZ

Hace quince años que Juan Carlos de la Madrid se propuso poner negro sobre blanco cómo fueron y qué hacían los primeros turistas en Asturias. Pero por aquello de que «lo urgente no te deja hacer lo importante», este doctor en Historia avilesino pospuso la elaboración del estudio hasta que se vio con las fuerzas y el tiempo suficiente para abordarlo con garantías de éxito.

Ahora, «Aquellos maravillosos baños. Inicios del turismo en Asturias (1840-1940)» es una realidad que obtuvo el último premio «Alfredo Quirós», que entrega anualmente la librería Cervantes de Oviedo. A la espera de su publicación, el ingente documento desvela datos curiosos y significativos, como que los primeros visitantes frecuentaban la región en busca de baños medicinales en el Cantábrico y que las playas gijonesas fueron el principal motor del auge turístico a mediados del siglo XIX.

La obra es «un estudio sociológico» confeccionado, en buena medida, gracias a artículos de prensa que narran el siglo durante el que el turismo pasa de ser una realidad incipiente en el litoral asturiano a convertirse en un «recurso transformado en producto económico» cuando llega de lleno al interior de la provincia. En este sentido, los arenales juegan un papel determinante. «La playa se inventa en torno al año 1840», asegura De la Madrid, que considera que los arenales fueron hasta bien entrada la centuria decimonónica «unos desconocidos para la ciudadanía», que los veía como «vertederos, lugares peligrosos donde morían las olas y que constituían la parte trasera de los pueblos y las ciudades». Una visión que cambiará radicalmente con la llegada de «los primeros bañistas», que aparece recogida en los periódicos de la tercera década del siglo XIX.

«Las primeras menciones se refieren a las playas gijonesas, como recoge Junquera Huergo». Y no precisamente a la playa de San Lorenzo, alejada de la vida neurálgica de la ciudad. «Las que recibieron turistas en un principio eran las que se encontraban entre el actual puerto deportivo y la parroquia de Jove», explica el historiador tras citar las «playas de Pando, de El Natahoyo y El Paredón». Por entonces, los bañistas buscaban en las aguas marinas «una fuente de salud».

«Pronto la costumbre se extendió y abarcó la zona del Cabo Peñas, con Gijón y Salinas como símbolos de ese auge. A mediados de siglo ya había una colonia elegante de bañistas», aclara De la Madrid.

En este despegue fueron determinantes los cambios sociales y económicos de la época y jugó un papel clave la Corona. «1856 es la inauguración oficial de la costumbre de bañarse en las playas asturianas», dice el estudioso en relación a la visita oficial que la reina Isabel II realiza al Principado, durante la «que toma baños en Gijón para curarse de una patología cutánea». A pesar de este acontecimiento histórico, la provincia será posteriormente marginada de los veraneos regios, de los que sí se beneficiarán San Sebastián y Santander. «Durante cuarenta años, la región intentó captar a la Familia Real, sin ningún éxito», hasta la visita que rindió Alfonso XIII en 1912. Aún así, la costumbre de meterse al agua cala hondo y se extiende sin parar.

Fracasado el empeño de crear una Corte de verano en Asturias -con dos proyectos de construcción de palacios en Salinas y Gijón incluidos-, De la Madrid pasa a tratar en su obra la nueva realidad que se abre a principios del siglo XX: el turismo de interior y con él, «el desarrollo de este negocio», tal y como hoy lo conocemos. «El libro tiene mucha vigencia porque habla del primer intento importante en Asturias de convertir en industria el ocio del verano y, ahora, nos encontramos en el segundo intento», explica el autor. Ese primer intento, que se desarrolla poco antes de la Guerra Civil española, cuenta con los mismos referentes que existen en la actualidad y se centra en vender la región como «una Suiza con mar».

«El turismo era por entonces el ocio de unos pocos, porque las vacaciones pagadas para algunos no llegan hasta los años 30», dice el historiador. Aún así, lugares muy concretos de Asturias se hacen un hueco en la agenda de las élites, que comienzan a visitarlos con diferentes motivaciones. Así, la mejora de las comunicaciones -especialmente gracias al desarrollo del paso de Pajares- convertirá Covadonga y los Lagos en un lugar preferente para los amantes de la Naturaleza, la caza y el patriotismo. «Estamos hablando de una época posromántica, de marcados tintes nacionalistas, por lo que se valora especialmente el paisaje como símbolo de un país», afirma el avilesino. Tampoco Oviedo será ajeno al bullir del turismo lejos del mar y potenciarán su capitalidad y monumentalidad para atraer a los visitantes. «Un factor determinante será también la construcción de la plaza de toros, que posibilitará la celebración de festejos a los que acude público de toda España», dice De la Madrid. Además, los ovetenses serán los encargados de relanzar otros lugares como Salinas o Luanco.

El desarrollo del ferrocarril potenciará también las primeras llegadas masivas de foráneos al ala oriental de la provincia. Un fenómeno que no alcanzará plenitud en el Occidente, con peores accesos. «Sólo Luarca contará con las visitas veraniegas de un grupo reducido de turistas», se puede leer en la obra.

Son los años dorados del turismo de «playa fría», como llama De la Madrid a la predilección de las élites por el Norte en contraposición a la tendencia de los viajes al Mediterráneo y el Sur que se generalizarán a mediados del siglo XX. Un modelo que el experto considera «muy útil a día de hoy». «Si queremos mantener nuestra identidad, no podemos matar la gallina de los huevos de oro, es decir, tenemos que conservar nuestro patrimonio cultural y natural», aconseja, como conclusión, a los artífices de las políticas turísticas asturianas del siglo XXI.