Año 2003. El Real Oviedo es un mero cadáver en descomposición, las instituciones le dan de lado y sus estandartes le traicionan.

Nadie espera que ese cadáver pueda despertar. Nadie excepto 10.871 almas.

La mayoría de los jugadores decide bajarse del barco. Algunos, pocos, demuestran ser personas -poco común en el deporte rey- y están dispuestos a pelear entre barro. Uno de esos pocos es Miguel Pérez Cuesta, que, pese a las críticas, decidió perder varios trenes, haciendo caso a sus sentimientos.

Paso algún que otro año en el desierto, eso nadie puede negarlo, progresaba pero no terminaba de explotar, pero poco después el fútbol fue justo con él. LFP, Premier, la selección y un maltrecho -pero envidiable- paso por la Serie A.

Pero de repente el sueño se acabó. Llegaron dos duros y largos años de sufrimiento, de dolor en su tobillo, aunque, como siempre, el ovetense fue honesto consigo mismo y decidió volver, o al menos intentarlo, y ningún lugar mejor que Langreo; sería su propio hermano quien le devolviese la vida. Y Michu despertó, y esta vez con el 8 a la espalda. Volvió.

Volvió a ponerse su camiseta, la azul. Volvió al césped del Tartiere. Volvió a sonreír. Volvió a marcar. La mayoría de los trenes sólo pasa una vez, lo difícil es elegir el correcto.

Que el fin del mundo te pille marcando.

Gracias por devolvernos la ilusión.