En el anterior artículo analizábamos el clima de miedo, ansiedad y paranoia que sacude a la villa de Avilés desde el comienzo de 1809 ante la esperada invasión francesa. La ofensiva del ejército francés fue rápida y la oposición del ejército del marqués de la Romana muy débil. El día 18 de mayo, según narra Marino Busto, los vecinos de Candás eran convocados a tañido de campana y se reunía la Alarma o milicia, enviando un comunicado al comandante miliciano de Avilés, don Ramón Miranda Solís. A la villa avilesina, como hacían tradicionalmente, acudieron vecinos de Castrillón, Avilés, Illas, Corvera, Gozón y Carreño, campesinos sin experiencia bélica, armados de manera muy desigual, con escasas armas de fuego, aperos de labranza, espadas o cuchillos y portando cada cual las ropas de diario, un vitriólico regimiento de monteras y sombreros de tres picos, chaquetas, chalecos, jubones y calzones, botines, botas y abarcas de múltiples colores.

Estos se unirían a las pocas tropas regulares acantonadas en la villa hasta alcanzar la cifra de unos mil hombres, como reseñan los partes de guerra franceses, que también mencionan la abundancia de uniformes del ejército entre los combatientes, quizá para conceder mayor mérito a su victoria. Y entonces, los milicianos cometieron un gravísimo error que habría de costarles muy caro. El ejército napoleónico había obtenido sus mayores triunfos en la guerra de movimientos y sus mayores fracasos al asaltar posiciones fijas y bien guarnecidas. Los asedios de Acre, Zaragoza, Gerona o Hougoumont en Waterloo lo demuestran y aunque los avilesinos desconocieran esta realidad de la guerra, cualquier militar con algo de idea sabía que la única oportunidad de resistir recaía en protegerse tras la muralla de la villa, defendiendo los puntos estratégicos, especialmente la puerta de la Ponte los Pilares, espacio de llegada del camino real. Entonces, ¿por qué abandonaron la urbe?

Es difícil entender lo sucedido en Valliniello sin tener en cuenta los antecedentes de nerviosismo y miedo extendidos durante meses de sospechas y preparativos bélicos, el perfecto crisol para un estallido de histeria colectiva. La absurda salida de las milicias del núcleo amurallado se decidió, sin duda, en un clima de alboroto y excitación popular, que incluso trató de ser calmado por las autoridades. El coronel al mando de las tropas, don Ramón Miranda Solís, en una actitud muy poco honorable, tratará de salvarse al ser capturado por los franceses alegando haber sido obligado por los vecinos. El alcohol también jugó su papel. En las horas previas al combate, las milicias matan el tiempo en la taberna de San Sebastián y los vecinos de Gozón pertenecientes a la Alarma dejan sin pagar, al menos, cuatro cántaras de vino de Castilla, lo que supone más elevada la cantidad de alcohol consumida. Los ánimos se enervan y el ardor por combatir a los franceses se hace irresistible.

Es muy probable que los asturianos hubieran situado vigías en el camino entre Gozón y Avilés y cuando uno de éstos corre a avisarles de la cercanía del enemigo, la milicia coge sus rudimentarias armas y se sitúa en los Carbayedos, un paraje seleccionado por su posición de dominio sobre el flanco izquierdo del camino real.

Al mando de la milicia está, como hemos dicho, el coronel don Ramón Miranda Solís, que había firmado como representante el acta de poder de la Junta General el 1 de septiembre de 1808 en Oviedo. Al frente de la brigada francesa se encuentra un experimentado general de 43 años, Pierre-Louis Binet. Éste goza de la entera confianza de Napoleón, no en vano ha sido nombrado caballero de la Legión de Honor y disfruta, desde 1808, del marquesado de Marcognet. La estampa que se encontraron los franceses de Marcognet al alcanzar el alto de Valliniello debió sorprenderles y muy seguramente esbozaron una sonrisa. Unos cientos de paisanos, vestidos y armados de manera arbitraria, enfrentándose a una brigada profesional, dotada de infantes y caballería.

Numéricamente, el combate no fue tan desigual como se ha planteado. En realidad, de la brigada Marcognet parece que sólo llegó a intervenir una compañía de dragones al mando del capitán Clavet, unidad que estaba compuesta por unos 120 jinetes, cifra inferior a la de milicianos, pero suficiente para producir una desbandada inmediata. La carga, sin duda, sobrecogió el ánimo de los asturianos. 120 jinetes en perfecto orden, al galope sobre robustos caballos de cuatro pies y nueve pulgadas de altura, la medida reglamentaria, inmaculadamente vestidos con su uniforme de casaca verde, pechera blanca o amarilla y doble fila de botones, calzas blancas y altas botas negras, el yelmo neogriego refulgiendo en el cielo de mayo y su cola de crin de caballo oscilando al viento. Aterrador para quienes no habían presenciado una batalla en toda su vida.

No conocemos los detalles. Es posible que los dragones dispararan primero sus pistolas y a continuación desenvainaran el sable para desarbolar la resistencia de la milicia, o quizá cargaron directamente. La cifra de bajas estipuladas por David Arias, unos 200 avilesinos, parece indicar que el camino de retirada entre Valliniello y Avilés se convirtió en una carnicería, con los asturianos corriendo monte abajo y la caballería francesa degollándolos hasta el puente de San Sebastián. Posiblemente todo concluyó en menos de media hora.

Por supuesto, una victoria también necesita celebrarse y una vez concluido el combate, los franceses se detuvieron en la taberna de San Sebastián, que, si recuerdan, había acogido horas antes la última reunión de la confiada milicia. Los soldados de Napoleón consumirán, esta vez, 10 cántaras de vino de Castilla y 62 de Candamo que, claro está, no llegan a pagar y cometerán los primeros abusos, quemando la puerta, las escaleras del edificio y la portilla del prado, quizá para calentarse en una noche de mayo extrañamente fría.

No hay noticias fidedignas de resistencia en las calles de Avilés con la entrada de los franceses. Las ideas al respecto proceden del enfoque algo chovinista del gran David Arias y la orden del general Kellerman del 9 de junio, empleada en ocasiones como prueba, en la que hacía responsable a las autoridades de la vida de los franceses, era simplemente una resolución preventiva.

Y llegó la ocupación francesa. La bandera tricolor se iza en el palacio de Camposagrado. De forma inmediata, Marcognet exigirá a «algunos vecinos» la entrega de 42.000 reales para la manutención de sus tropas, mención que parece aludir a los ciudadanos más ricos y que acabará recayendo por igual en todo el pueblo mediante un sufragio instituido el 19 de junio. También contribuirá un porcentaje del impuesto de los millones que tenía arrendado don Juan Rodríguez del Valle, según indica el texto, fechado el 26 de septiembre, «para la tropa que se halla en este pueblo». Gabelas de manutención de los franceses que repercutirán igualmente en el abastecimiento de los granos, que vive grandes dificultades y vuelve todavía más dura la supervivencia de los labriegos comarcanos, como ha advertido Juan Carlos de la Madrid.

En esos días, la vida sigue, se restañan las heridas y en ocasiones se olvida el patriotismo. Los vecinos se quejarán de los daños ocasionados por las tropas francesas en sus propiedades, pero también de los desperfectos originados por las españolas, dato que oculta David Arias en su mención al mismo texto. Como la casa de doña María Rodríguez Rebelgo en la plaza de la villa, que había quedado en muy mal estado durante la ocupación de ambos ejércitos o la misma venta de San Sebastián, reclamando al municipio el pago de las pérdidas.

Por otra parte, las autoridades locales mantienen, al menos de manera oficial, el gobierno concejil. Algún caso resulta altamente sospechoso y eleva algunas dudas sobre el personaje en cuestión. Nos referimos a Ramón Miranda Solís. Es sorprendente que el oficial al mando de la milicia no sufriera ninguna represalia y recuperara sin más su cargo de regidor de la villa, donde lo encontramos ya el 2 de junio, menos de dos semanas después del desastre: una noticia que parece demostrar su deshonrosa confesión ante los franceses acusando al pueblo avilesino de haberlo arrastrado al combate y la necesidad de los ocupantes de contar con el apoyo de los jerarcas locales.

En ese verano, la vida, al menos desde los documentos municipales, recupera su asueto habitual. Las medidas del Ayuntamiento, muy probablemente sugestionadas por el ejército invasor, no mencionan incidentes y vuelven a centrarse en los cometidos acostumbrados: impuestos, repartimientos, negativas del marqués de Canalejas a que el municipio situara en su «territorio» un «banco de ferrador». Y sin embargo, el conflicto continúa.

El 23 de diciembre se elige a un nuevo cirujano titular al hallarse el anterior ausente como cirujano mayor del ejército. Otras noticias son más sorprendentes. El 13 de noviembre de 1809 atraca en el puerto de Avilés el buque británico «Guen», procedente de Mahón, cuyo capitán, Tomás Oche, se halla convaleciente en su camarote por alguna enfermedad contagiosa, de forma, que, ante el temor a una epidemia, se prohíbe a su tripulación desembarcar sin haber pasado por un lazareto. La cuestión es evidente, en plena guerra, con un bloqueo continental en marcha, ¿qué hacía un buque inglés en un puerto ocupado por los franceses? Es posible que la propia epidemia obligara a la tripulación a entrar en el muelle aún a sabiendas de que eso les convertía en prisioneros o que simplemente no conocieran la conquista de la villa por el ejército de Napoleón. Quién sabe.

Tras aquellos sucesos, llegarán nuevas derrotas y victorias, un largo camino hasta el fin de la guerra, regado por la sangre de otros campesinos. En cuanto a Marcognet y a sus hombres, bueno, si estaban sedientos de gloria, iban a alcanzarla ante rivales más fornidos. Seis años más tarde, en la batalla de Waterloo, Marcognet está al mando de la 3.ª división, dentro del cuerpo de ejército de D'Erlon. Al mediodía, sus hombres avanzan contra los británicos, pero el ejército inglés resulta ser un enemigo mucho mejor preparado que los avilesinos. Recibidos por una descarga cerrada de fusilería y abatidos después por la impetuosa carga de caballería de Ponsonby, las tropas de Marcognet acabarán retirándose, dejando 5.000 bajas en el campo de batalla.