A «Tito el de la Cantina» (se llama Arsenio Fernández, pero poca gente lo sabe, «ni siquiera mis hijos», como él mismo dice, jocoso) el haber vivido toda la vida junto a estaciones de tren le ha contagiado una sensación de movimiento, de vaivén vital, de búsqueda perpetua. Algo parecido le ocurría al personaje de Woody Allen en «Annie Hall», que atribuía su nerviosismo proverbial al hecho de haber vivido en su infancia debajo de una montaña rusa. A Tito, más que un carácter nervioso, el haber convivido con el ajetreo ferroviario le ha dotado de una inquietud sin límites. Cuando se hizo cargo de la cantina de la Renfe, en 1960, reformó el local para convertirlo en un híbrido entre pub inglés y restaurante de enjundia. Sus numerosos viajes por Europa, también por América, le permitieron importar un estilo desconocido en Avilés. Con el tiempo, su voraz curiosidad le permitió amasar una de las mejores colecciones de objetos navales de España. Pero Tito no sólo invirtió sus inextinguibles energías en sofocar su prurito personal: de su cabeza surgieron varias ideas que pretendían mejorar la calidad de vida de sus vecinos. Ninguno de sus proyectos vio jamás la luz. «A los políticos nunca les interesaron», lamenta.

El traqueteo del tren ha sido la banda sonora de la vida de Arsenio Fernández. Hijo de ferroviario, se crió en la cantina de la estación de tren de Avilés, que se ubicaba en el mismo lugar de hoy en día, entonces la avenida de Pravia, ahora la de Los Telares. Para más inri, el primer domicilio familiar en Avilés fue en la calle La Estación. Ahora, vive en el segundo piso de la cantina que regenta. A la familia de Tito la vida se le puso patas arriba de manera vertiginosa. En 1934, Ferrocarriles del Norte había destinado a Gijón a su padre, Agripino Fernández, natural de Orense, justo en el año en que estallaba la Revolución de Octubre. Dos años más tarde, la Guerra Civil. Y dos más tarde, fallecía Agripino Fernández. Dejaba viuda, Edesia Rodríguez, y siete hijos, entre ellos Tito. Para amparar a la familia, sin más recursos económicos que los ingresos que Agripino conseguía con su trabajo de ferroviario, concedió a la madre la gestión de la cantina de la estación de Avilés. Sus anteriores propietarios se habían exiliado en la Unión Soviética para huir de la España fascista. «Aquello era un barracón donde descansaban tanto los viajeros como los conductores de tren», recuerda Tito Fernández, que esboza una sonrisa mientras observa desde una mesa de la cantina cómo un moderno convoy pasa, veloz, por delante del local. La imagen le evoca los turbulentos y precarios años treinta del pasado siglo, cuando aún existía una diligencia, al más puro estilo del Oeste americano, que completaba el trayecto entre Avilés y Pravia. Por aquel entonces, el vehículo más moderno era la llamada «Chocolatera», un tren de vapor que llegaba hasta Salinas.

En 1941, la familia decide reformar un desván situado en el segundo piso de la cantina y habilitar una vivienda de espacio reducido (aún hoy es la residencia de Tito). La proximidad del hogar con el lugar de trabajo de Edesia Rodríguez era casi obligada. La jornada laboral comenzaba al alba y siempre había que estar dispuesta para cualquier contratiempo.

La cantina no era más que un modesto local para aves de paso: viajeros y empleados del ferrocarril. Una barra, una estufa que Edesia alimentaba con escoria de carbón y en la que asaba chicharros. «La cantina siempre olía a carbón y pescado. Era un aroma casi marca de la casa», recuerda Tito. Avilés no era inmune a la dureza de la posguerra. El orujo, que se consumía en grandes cantidades ya desde primeras horas de la mañana, y un vino ácido que llegaba desde León eran las bebidas «estrella». Tiempos difíciles. «Teníamos que mirar por todo. Hasta llegamos a lavar las barajas para que duraran más tiempo», señala Tito Fernández. Tiempos terribles. La madre de Tito se veía obligada a cobrar las consumiciones de semana en semana a causa de la carestía que limitaba los alimentos a la cartilla de racionamiento. «Había gente que hasta compraba cartillas para poder tener más comida», rememora el hostelero avilesino.

Mientras Avilés aguantaba a duras penas las secuelas de la Guerra Civil, Tito mantenía un estilo de vida moderadamente desahogado. «De chaval, lo único que hacía era divertirme y jugar al baloncesto», señala. En efecto, su 1,82 de estatura le permitió brillar en el Ensidesa, con el que fue campeón de Asturias y máximo encestador regional en varias temporadas, merced a su estupendo tiro exterior. Su amor por el deporte de la canasta le indujo a aprovechar una visita a una de sus hijas, que estudiaba en California, para importar a Avilés los primeros vídeos de Los Angeles Lakers de Magic Johnson y Abdul Jabaar.

Mediada la década de 1950, a Avilés le tocó el «gordo» con la instalación de Ensidesa en la ciudad. Si bien es cierto que Cristalería Española ya había aportado riqueza a una villa en la que existía un importante sector de la burguesía, la empresa siderúrgica resultó un salvavidas para la ciudad. La clientela en la cantina comenzó a crecer, pero a Tito aquel «boom» no le terminaba de convencer. «Ensidesa fue un progreso para la ciudad, pero hizo daño al comercio avilesino. Los sueldos triplicaban el salario normal y mucha gente apostó por entrar en Ensidesa, con lo que las tiendas se quedaron vacías», lamenta, al tiempo que pone en solfa la habitualmente celebrada integración de los miles de trabajadores que llegaron a Avilés procedentes de varios puntos de la geografía española. «En cierto sentido, Ensidesa discriminó en vez de integrar. El dinero entró a espuertas en ciertos sectores de la sociedad y comenzó a haber diferencias de clase», asegura.

En el año 1960, a la muerte de su madre, Tito se hizo con la gerencia de la cantina, junto a su hermana Josefina. Al fin podía poner en práctica el sinfín de ideas que le rondaban por la cabeza. Tito modernizó un local que se había quedado caduco. Instaló una nevera y una cafetera eléctricas y comenzó a soñar.

«En la posguerra, hasta lavábamos las barajas para que duraran»

«Aunque fue un progreso, Ensidesa discriminó en vez de integrar»