A Broadway, la catedral de los musicales -la del teatro en general sigue siendo Londres-, le ha nacido una inesperada y sorprendente alma asturiana de la mano de un grupo magnífico que es todo un ejemplo de amor y entrega al género. Los temibles críticos neoyorkinos tienen una palabra corta y mágica para estos casos: «hit». Cuando dicen que es un hit, el éxito está asegurado. Pues esto mismo acaba de nacer made in Asturias: un hit que debe salir de nuestro paraíso no sólo sin ningún complejo por ser «hecho en casa», sino con el alma en la mano y llena de orgullo.

A veces nos complicamos la vida, especialmente en rizar el rizo del musical, y el esfuerzo no funciona. Aquí por suerte sucede todo lo contrario: la difícil sencillez y la huída de querer deslumbrar y del grandonismo tópico de nuestra alma asturiana funciona de maravilla. Todo es muy armónico y destacable en esta pequeña gran recolección de los grandes hits de los grandes musicales de la historia.

La fórmula tiene su peligro. La llaman de «karaoke», porque no se crea nada nuevo, sino que se busca un pretexto para hilar con cierta lógica unas canciones maravillosas que vencen al tiempo y ya tienen etiqueta de clásicos. El entrañable rockero David Serna ha tenido una muy original idea: alguien roba el alma de las melodías de Broadway y por lo tanto el mundo no hará otra cosa si no empeorar. Hay que rescatarla. Y claro, el grupo de buenos lucha por la reconquista de esa clave de sol para que siga iluminando al mundo.

Así es el trabajo de todos: luminoso. En equipo y sin destaques, unidos por la fuerza común de creer en lo que se hace, de hacerlo por amor. Así se pone de relieve en una b ella canción del famoso musical «A choros line». Esa fila de «coristas» que se preparan para su oportunidad no lamentará nunca si fracasan: la clave está en hacerlo por amor. Y hay mucho amor en ese escenario para el disfrute de los espectadores. Hay tanto talento arriba y abajo, y tantas hermosas canciones que siempre suenan a nuevas, que es toda una gozada, como decíamos en aquellos tiempos del rock.

Tendría que destacar, sin embargo, a algunas almas que se unieron para empastar esta aventura. Nacho Fernández, el «Mr. Producer» como dicen en Broadway, cumple un viejo sueño que duró seis años. Y encima sin ninguna ayuda «oficial» porque esto no es un chiringuito. Ha creado una curiosa cooperativa de 44 personas que ya hay que tener valor con la mediocridad que nos rodea y nos recorta hasta el propio alma. Y a Etelvino Vazquez, con el que fui muy crítico cuando hacía aquellas aventuras egocéntricas, pero que aquí se pone al servicio del espectáculo y coordina todo con finura y firmeza.

Y sobre todo a Jesús Arévalo, un auténtico genio, un showman, un jazzman, un músico inclasificable, lleno de talento por todas las notas. Todo un crack. Jesús, que en cualquier país hubiera triunfado plenamente, ha hecho unos arreglos gloriosos que suenan a otra cosa. En parte por su piano, y el resto por un grupo de ocho músicos que también es fantástico. El final de Arévalo en medio del escenario rodeado del numeroso elenco es también glorioso. Las glorias, las bravos, el público en pie, los aullidos, estaban plenamente justificados.

No es un espectáculo perfecto. No es tiempo de tiquis-miquis porque el musical necesita rodaje y digamos que siempre es un trabajo en progresión. Lleva muy pocas representaciones y el público es el que irá dictando lo que sobra o lo que se puede perfeccionar.

Sólo un pero gordo, pero al Niemeyer. No había visto nunca un show en el centro cultural de nuestro descontento y me sorprendió que estuviera la estupenda escenografía, y por tanto los músicos y el elenco, tan alejada del primer plano de la boca. Se pierde tanto con esa lejanía que enfría el show. Me cuenta un técnico que está ahí por «culpa» del cortafuegos, o telón de hierro como dicen los ingleses, que marca una línea roja que no se puede traspasar. Me refiero a la que caería para aislar el escenario de la platea en caso de incendio.

O sea, que nos pillan 55 «kilos» (por ahora), 10 más de lo dicho para esos «lo que surja» de Tini Areces, para que luego en el auditorio -por otra parte con una magnífica acústica, faltaría más- no se pueda hacer teatro como marcan las reglas por culpa de un telón de acero. Pero como el escándalo del Niemeyer no tiene fin, seguiremos dando guerra.